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2007/10/27 Cuando el amor nos hace

X Congreso Peruano de Psicoanálisis: “Eros, amor y sexualidad. Actualidad Psicoanalítica”. 27 de octubre de 2007 Sociedad Peruana de Psicoanálisis



No hay nada más difícil de definir que el amor. Filósofos, poetas, escritores, músicos, psicólogos, sociólogos, antropólogos, psicoanalistas, etc., a lo largo de los tiempos, han intentado explicar el amor con mayor o menor éxito.

Hemos incluido, como parte del título de la ponencia (“Hacemos el Amor o el Amor nos Hace”), una expresión de uso corriente, como es, “hacer el amor”, que muestra la fuerte relación que se suele establecer, en el colectivo social, entre sexo y amor.

En este trabajo, denominado “Cuando el amor nos hace”, trataré de integrar las dos partes del título de esta ponencia colectiva.

Quisiera aproximar algunas ideas respecto a la importancia de la experiencia de apego y de la comunicación límbica primitiva entre la madre y su bebé, factor indispensable no sólo para la supervivencia de la especie sino, en especial, para poner en funcionamiento la capacidad de comunicarse afectivamente.

Centraré mi atención en el valor fisiológico de la activación funcional de la expresión afectiva del bebé, gracias a la disposición afectiva sintónica de su madre, la que pone en marcha, así, un poder “hacedor”, que trasciende el mandato procreativo. Es en estas circunstancias cuando “el amor nos hace”, cuando ponemos en marcha nuestros potenciales neurobiopsicológicos y sociales, los cuales, al nutrir la experiencia cognitiva y emocional personal, nos abren el camino hacia la comunicación fluida de nuestros afectos.

Este carácter fisiológico y mutuamente transformador de la relación afectiva se mantiene a lo largo de la vida. Todos vamos cambiando nuestro tenor afectivo y las regulaciones de su expresión, a la luz de nuevas experiencias emocionales que, en más o en menos, sedimentan en nuestra memoria implícita, gracias a la plasticidad neural, la cual se agota tan sólo con la muerte.

El lenguaje de las emociones viene ya instalado en el paquete genético. En un estudio, citado por T. Lewis [1], Paul Ekman determina que las expresiones faciales constituyen el lenguaje básico, universal, que no es influenciado por la cultura.

El bebé se expresa tempranamente con sonrisas ante lo placentero y capta las expresiones de la madre, sean como respuesta o estímulo. A ello se van sumando sensaciones y emociones compartidas, ligadas al contacto de la piel, a los arrullos, a las entonaciones, a las palabras y al cruce de las miradas.

En estos primeros momentos de la vida del bebé, se da una mutua influencia emocional, que va motivando en la madre respuestas reguladoras [2]. Por ejemplo, ante el miedo, la rabia o el dolor, ella tenderá a una respuesta de calma o contención; mientras que, ante la disposición alegre de su bebé, es posible que exprese, mediante el juego, una manera de ir mas allá de la respuesta empática refleja. Es así como, en esta espiral relacional, se va desarrollando el aprendizaje afectivo.

En la experiencia adulta, las manifestaciones emocionales siguen siendo el elemento más importante de la comunicación entre las personas, como cuando, a partir del encuentro con el otro, se da la sintonía empática, con su poder activador de la satisfacción de vivir.

Algunos autores, como D. Winnicott, confieren una importancia particular a la conservación de la capacidad de jugar como eje del existir creativamente, de “vivir creando el saber del que se aprende”. La incapacidad para jugar denotaría una falla en la activación temprana de este recurso, adquiriendo en el adulto el rostro de una dificultad social.

De esta misma fuente, nos dice Winnicott, proviene lo que constituye la confianza básica, el poder establecer relaciones, sin recaudos excesivos, encontrándose con el otro en el espacio de los afectos de una manera plena y personal. Es entonces cuando tiene posibilidad de expresión algo que el autor considera fundamental: el gesto espontáneo y la oportunidad para una intimidad, sostenida sin desmedro de la posibilidad de estar a solas.

Cuando hablamos de gesto espontáneo, de confianza básica, nos estamos refiriendo a un eje de funcionamiento fundamentalmente inconsciente. El registro de la experiencia afectiva humana se asienta en este nivel, constituyendo la memoria implícita, la cual se ubica en el centro de la motivación de las expresiones y respuestas afectivas.

El marcador del tiempo nos guía siempre y nos alerta sobre el momento en que es propicio el viraje del sostén incondicional hacia una creciente posibilidad de frustración y autonomía del bebé, desarrollando éste una mejor organización yoica.

La experiencia compartida, en la que la madre participa proporcionando una regulación afectiva, acorde a los momentos evolutivos de su bebé, reconociendo y respetando los tiempos en que surge como “diferente” y como “él mismo”, aportarán al logro de su capacidad de autorregulación y equilibrio.

Es allí cuando el amor, el propio y el ajeno, “nos hace”, pero este “hacer” es el que integra todos los caminos y nos permite reconocernos en la necesidad fundamental de ser quienes somos, justamente, aquello que podemos ser, con otro y para un otro.

Es este amor “hacedor" inicial de la madre - y luego de ambos padres, hacia el bebe - lo que permite que se instalen los cimientos de la identificación y del vínculo, que trascienden esta etapa del desarrollo y que, sin necesidad de ser recordados, surgen como la expresión automática de la memoria implícita, que rinde homenaje a una herencia lograda y fundante, a una respuesta inicial estructurante, aquella que remite a la mirada tierna, a la comprensión empática de la madre, a la presencia serena y firme del padre, a los mensajes de afecto implícitos, que inscriben en directo en el corazón, en la víscera misma del ser, la impronta de una disposición que nos llevará ineludiblemente a repetir… no compulsivamente… la experiencia de amor.

A futuro, en la relación amorosa con su entorno, el bebé de entonces llevará en el disco duro de su memoria implícita el registro regulador que le permita transitar por los distintos momentos del acercamiento amoroso, desde la pasión fusional hasta el encuentro con el otro. Encontrarán espacio, entonces, la sintonía, la empatía, la admiración, el aprecio, la solidaridad, la lealtad y otros valores relacionales, propios del amor maduro.

La angustia propia del desapego y la sensación concomitante del desamparo, no tendrán lugar como motivación para una relación en quien ha logrado madurez para el amor. Tal vez la odisea de la vida nos prepare lo suficiente para llegar a un puerto seguro, para arribar a nuestra “Itaca” en el momento oportuno, habiendo recorrido el largo camino del ser y del saber, habiendo vencido los demonios de la pasión, de vuelta de soledades enriquecedoras que hacen de la relación amorosa el remanso apacible del encuentro sostenedor.

Visto así, el amor forma parte de un equipo activado en los estratos límbicos de nuestra organización neural, en el que sedimentan experiencias e identificaciones que uno enriquece con la experiencia personal, que evoluciona con el tiempo, que es susceptible de cambio y de mutua influencia con el entorno.

El potencial creador del amor se mantiene en el tiempo y el vínculo amoroso siempre constituye una experiencia mutuamente transformadora, lo que garantiza la madurez como resultante de un ejercicio sostenido en la experiencia de vivir el amor.

Como es de suponer, el sostenimiento del amor requiere de una sintonía límbica capaz de dar respuesta en los momentos en que es necesario un aporte regulador y empático. Los miembros de la díada amorosa pasarán por momentos en que necesitan del otro un complemento regulador, como cuando la vida nos coloca en situaciones en que requerimos algo que se parezca a la presencia sostenedora de la madre para salir de la situación y rescatar la ilusión de vivir y la posibilidad de seguir siendo uno mismo, en el cambio.

La activación de los sentimientos de gratitud emerge de la respuesta sostenedora oportuna y va fortaleciendo los lazos de confianza, indispensables para mantener la apertura límbica, que es, como venimos señalando, una apertura al cambio, a la paradoja que nos muestra Winnicott de que “sólo se puede ser, siendo”.

Si el amor “nos hace”, es porque lo estamos “haciendo”, porque estamos inmersos en la experiencia de “ser siendo”, “haciendo”. El amor nos hace y eso nos hace ser, pero es indispensable un complemento adecuado, un contexto, un ensamble que favorezca la relación en apertura, una apuesta incierta, llena de certidumbres en las que prevalece la confianza en que lo nuevo es siempre algo de lo antiguo renovado, un reencuentro que incluye una pérdida, un más allá del mandato primario del apego primitivo.

Se requiere una integración renovada de nuestros registros mnémicos, que implican un ir y venir de nuestras identificaciones; y, la paulatina sedimentación yoica, que nos permite ir jugando diferentes roles en la vida. De esta manera, se facilita la experiencia de soledad y distancia necesarias para una verdadera integración en la relación consigo mismo y para la disposición amorosa regulada, bien discriminada, con un otro.

Por otro lado, se da el sentimiento de reconocimiento y aprecio, tanto en los momentos de alegría y éxito como en los de dolor y desgracia, lo cual se hace indispensable para mantener integrada la naturaleza humana de la relación. Esta es una salvaguarda indispensable ante el fantasma, siempre acechante, de las necesidades ideales propias del amor narcisista.

Introducimos, con ello, una variable adicional de la experiencia del “ser”, del “hacer” en el amor, la de contribuir a la configuración del registro narcisista de nuestro objeto de amor, ubicándolo en su nivel de realidad apreciable.

Para precisarlo mejor, diremos que, una de las necesidades que se nos presenta en el encuentro con el otro es la de nuestro reconocimiento personal, de nuestro ser singular, ocupar el lugar que nos corresponde por naturaleza y derecho, a distancia de las adjudicaciones y expectativas que provienen de un entorno que puede distorsionar el reconocimiento de nosotros mismos, y generar un encuentro que puede quedar pendiente para el resto de nuestras vidas, a la manera del sapo que espera el beso que lo devuelva a su naturaleza de príncipe…o de rey… pero, ya desde ese otro cuento, “el traje del rey”, donde la vestimenta es descubierta y liberada por la mirada de un niño, sin ropajes, desnudo en su ser verdadero, rescatado del engaño adulador, ahora con posibilidades reales de elegir la vestimenta adecuada a su esencial investidura, allí donde lo sugerido no vulnere más lo esencial del ser.

El vínculo amoroso reproduce los entrampamientos narcisistas y los problemas de autoestima derivados de un inicio perturbado, que pueden atrapar al protagonista en un complejo de héroe salvador, todopoderoso, venerable, merecedor de toda pleitesía, siempre insuficiente, desregulado y estereotipado, en donde la representación y el vínculo consigo mismo están distorsionados, son insuficientes o simplemente no existen.

En suma, “hacer el amor” o “ser hechos por el amor” denotan una esencia del existir, con vaivenes que se inscriben desde lo pasivo a lo activo, en donde, aparte de estar marcados por una impronta genética, los seres humanos participamos del libre albedrío de conducir nuestros potenciales a la luz de alguna característica personal que nos singulariza en el proceso de integrar las necesidades sexuales, de apego y de reconocimiento.

Es un proceso que nunca termina y que es sostenido desde nuestra memoria implícita, siempre en posibilidad de reformulaciones a la luz de la experiencia de vida y, en particular, en relación al tremendo potencial de transformación que surge en la experiencia amorosa, que es donde más expuesta queda la aproximación límbica que pone en el presente todo el registro de la experiencia relacional amorosa de la persona, desde las instancias de mayor indiferenciación hasta las de la relación con un otro y consigo mismo diferenciados.

No hay duda de la fuerza de la naturaleza instintiva sexual, en cuyo eje, el mandato genético de reproducirse, con todo su correlato neuroendocrino, es algo más que un simple telón de fondo en el encuentro de los amantes. Es cuando más cercanos estamos de poder hablar de la “química del amor”, traducida en la forma de una atracción física y un anhelo apremiante de cópula. Pero muchas más cosas tendrán que concurrir en la relación de las personas para que podamos hablar de amor.

Nos estamos refiriendo a ese “algo más” que configura la experiencia de intimidad: el poder abrir nuestro espacio interior, en el encuentro con el ser querido, con eventuales anhelos de fusión sin confusión; gozar con el disfrute sexual del otro, con quien nos identificamos ampliamente, más allá de los roles prescritos por el género; los sentimientos de ternura y anhelo de comunicación e interés por el otro, a quien reconocemos y aceptamos en su alteridad.

Al “amor del enamoramiento”, al “amor de la pasión”, los optimistas le dan un margen de duración de 30 meses, el tiempo necesario para que se produzca el cortejo y la procreación. Todo ello sería producto de una programación que trasciende nuestra voluntad, en donde somos apenas marionetas instrumentales. Esto, además, sugiere una búsqueda del mejoramiento de la especie, por lo que los supuestos del deseo, en la elección de la pareja, tienen también determinantes relacionados con este fin, como la fuerza o destrezas para la vida.

No se puede negar, sin embargo, la intensidad de la atracción, cuando la química funciona. Esa poderosa fuerza que llega a obnubilar las mentes más lúcidas y los caracteres más templados. El compromiso del juicio nos lleva a relacionarlo con la locura, tanto que podríamos decir que, en estos momentos, más que hacernos, el amor nos deshace. Nuestro objeto de atracción pasa a ser lo único importante en la vida. Las feromonas y la testosterona toman el mando y se puede movilizar cielo y tierra, pudiendo incluso dejar de lado los recaudos propios de la auto conservación con tal de satisfacer el mandato genético sexual, no importando la edad ni la preferencia hétero u homosexual..

Lo que se deshace o, en todo caso, lo que se pone a prueba en estas circunstancias, es el equilibrio regulador cortical. Porque la prudencia cede ante la fuerza del impulso y la acción sustituye a la reflexión, la señal de peligro no funciona y la insensatez o la torpeza predominan. El canto de sirenas nos empuja hacia los arrecifes del desastre, con una entrega incondicional, vulnerables a todo tipo de influencia en medio del encantamiento fascinado del amor sexual. El poder de la atracción sexual nos inscribe en la paradoja de una emoción omnipotente, allí donde nos encontramos en la total impotencia, sometidos al mandato de la especie.

Lo que “hace al amor”, lo que “hace el amor”, es, en todo caso, aquello que sobrevive estos embates telúricos o, en el mejor de los casos, aquello que logra encauzar estas fuerzas más allá de su naturaleza animal y les otorga la naturaleza humana, es decir, logra el manejo desde una regulación adecuada, desde una integración yoica o una adecuación superyoica, acorde con el sujeto y su entorno social.

La literatura nos presta un ejemplo con la leyenda de Ulises y las pruebas a las que se ve sometido. La primera, tiene que ver con la toma de distancia de Penélope, en donde el amor y la fidelidad se fraguan en la distancia, en circunstancias que favorecen la frustración y posibilitan la tolerancia a la espera, a favor de la promesa del encuentro en la realidad, en un momento de mayor madurez. Es así como nuestro héroe, en la aventura épica del conocimiento, se ve enfrentado al hechizo de las sirenas, circunstancia que logra superar atado al mástil de la razón y la sabiduría [3].

Por su duración e intensidad, el período mencionado en que se desarrolla esta locura del enamoramiento, entre dieciocho y treinta meses, podríamos compararlo, en cierta manera, con aquel otro en el que la madre y el bebé prolongan una mutua fascinación e instalan las bases para toda futura experiencia afectiva vincular.

La principal diferencia estriba en que ésta última, en realidad, responde a otro mandato evolutivo, que posibilita el compromiso vital del apego, sin el cual no es posible la supervivencia de la cría. Es a partir de esta disposición genéticamente establecida que el afecto, la ternura y el cuidado por el otro hacen un lugar para la experiencia singular que desarrollarán madre e hijo.

Sin una apertura límbica facilitada en su potencial plástico, en los momentos tempranos de la vida, nos quedamos en la pura repetición estereotipada del impulso y afectos entrampados sin una adecuada regulación, propios de lo que en psicoanálisis conocemos como la “compulsión de repetición”. Es allí, también, donde naufragan las fantasías omnipotentes de los que no han logrado la propia resolución de su problemática afectiva y se hacen trizas en el esfuerzo especular de resolver los problemas afectivos de otros.

Aún así, en cada repetición se reedita la posibilidad terapéutica del “insight”, de descubrir la experiencia fallida de origen, y es recién allí donde el potencial de la experiencia amorosa incluye el poder hacernos cambiar, que es un punto en el que se apoya el ejercicio de la psicoterapia psicoanalítica.

Vista así, la experiencia amorosa es un encuentro que podría contribuir al logro de cambios, en el presente, al amparo de un otro que reconoce esencialmente, diríamos “límbicamente”, a este ser diferente, en una permanente disposición al reencuentro en el cambio, el cual necesariamente conlleva momentos gozosos y dolorosos, justamente porque es creativo, recreativo, en el sentido más amplio, propio de la experiencia y la plenitud de la vida.

Sólo así se renueva la memoria implícita, haciéndole espacio, por cierto, a los registros de la memoria explícita, a los niveles corticales que aportan, también, a la regulación vincular, con su importante cuota en el registro histórico, tanto del vínculo como de la posibilidad de confiar en las bondades de la aproximación y apertura límbicas, a la luz de una resultante creativa y vital.


NOTAS

[1] Lewis, Thomas… Amino, Fari…Lannon, Richard… Una teoría general del amor. Barcelona, RBA Libros, 2001.

[2] Según Stern, los infantes ejercen, a su vez, un control y una regulación del contacto con la madre. Al controlar la dirección de su mirada, regulan la estimulación social. “Pueden desviar la mirada, cerrar los ojos, mirar fijamente o absortos. (Así)… rechazan, se distancian o defienden de su madre”.

Stern, Daniel… El mundo interpersonal del infante. Una perspectiva desde el psicoanálisis y la psicología evolutiva. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1991. Pg. 38.

[3] Recordemos que la protectora de Ulises era Atenea, la diosa de la sabiduría.


BIBLIOGRAFÍA

Bollas, Christopher… La sombra del objeto. Psicoanálisis de lo sabido no pensado. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1991. 


Bowlby, John… El apego y la pérdida. 2 tomos. Barcelona, Editorial Paidós, 1998. 

Lewis, Thomas… Amino, Fari…Lannon, Richard… Una teoría general del amor. Barcelona, RBA Libros, 2001. 

Stern, Daniel… El mundo interpersonal del infante. Una perspectiva desde el psicoanálisis y la psicología evolutiva. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1991. 

Winnicott, Donald… “Los procesos de maduración y el ambiente facilitador. Estudios para una teoría del desarrollo emocional”, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1993. 

Winnicott, Donald… Realidad y Juego. Barcelona, Editorial Gedisa, 1992.

1 comentario:

Pedro Morales dijo...

Esrimado Dr. Morales: ¡Gracias!
¿Se lo he dicho varias veces antes no? Bueno, es que Ud. me ha enseñado mucho y ahora con esta página no sólo llegará a muchas personas y lo conocerán, sino que,seguirá transmitiendo sus conocimientos con su infatigable y apasionante deseo de maestro. Lo felicito. Me ha gustado mucho esa frase de "embates telúricos" dentro de la temática del Amor y la relación con la duración aprox. de 30 meses que los estudiosos del tema le dan al enamoramiento, relacionándolo con el tiempo similar que amerita la díada madre-bebé básica en los primeros años de vida, por cierto, tiempo fundante para los vínculos más estables y que ayudan y nutren el desarrollo y la expansión neuro fisiológica y límbica del sujeto. Por favor no deje de seguir brindándonos sus conocimientos.
Carmen Uriarte