lunes

2010/10/26 Contra Natura

En mis últimos años de existencia en este planeta, como miembro de un colectivo social, como representante (“producto”) de nuestra cultura -ahora globalizada- me he ido sintiendo cada vez más desencontrado e insatisfecho con el mundo en que vivimos. Es terrible la sensación de que todo está “patas arriba”, que los lazos que nos unen están más relacionados con la conveniencia personal y material, en medio de lo cual campea con largueza la corrupción, el cinismo y la indiferencia, en una suerte de alucinante festín interminable, que no permite ver que nos caemos a pedazos; que, poco a poco, vamos perdiendo la sensibilidad, al punto de ni siquiera sentirnos a nosotros mismos.

Hay una quiebra notoria de la estructura familiar y, más aún, de los principios rectores de una autoridad respetable: se han perdido los valores esenciales, se ha perdido la posibilidad de confiar en aquel o aquellos que nos representan… Para empezar… en los padres.

Resulta cada vez más difícil distinguir la normalidad de la patología. Como que nos hemos desviado de la ruta y no nos damos cuenta de que cada vez estamos más lejanos de nuestra finalidad como especie. Nos hemos desenfocado de nuestra naturaleza biológica al punto de poner en riesgo nuestro entorno esencial.

Estamos viviendo una existencia “contra natura”.

Esta expresión, “contra natura”, ha estado por mucho tiempo ligada a la adjetivación de una práctica desviada de la sexualidad, con méritos para ser catalogada como “perversión” por la clínica, la religión o la sanción social.

Quiero enfatizar que la uso con el mismo sentido de desviación, pero en relación a los terribles atentados en que estamos incurriendo en relación a interferir la expresión natural del mandato genético de conservación de la especie.

Es una terrible paradoja el que nuestro “mayor logro evolutivo” -expresado en las capacidades de pensar y hablar, de prever y decidir y hasta de organizar la fantasía más descabellada- haya logrado erigirse por encima de necesidades esenciales para la supervivencia, al punto de instaurar una cultura del desapego, a favor a una creciente “realidad” gobernada por las metas de una sociedad de consumo que ha robado hace tiempo la función de los padres.

Las formas de crianza y alimentación de los bebés son dictadas por la moda o la comodidad, por un oscuro principio del placer que trata de obviar las pautas fisiológicas (“evitar el dolor del parto”, por ejemplo) que la sabia naturaleza ha programado en nuestra genética.

Este es uno de los motivos por los que a la era que vivimos podemos titularla como la “era del estrés”. La gente vive estresada y, como extensión, hay una pandemia de angustia y depresión sobre la cual no se nos alerta, tal vez porque conviene a la sociedad de consumo, a la industria farmacéutica.

Conviene recordar qué es el estrés: es una reacción del organismo ante una situación de peligro o amenaza a la supervivencia. La situación de estrés moviliza una compleja respuesta fisiológica tendiente a superar dicho peligro.

El sentimiento de peligro y la movilización consecuente de estrés se organizan a lo largo de la vida. Las primeras vivencias de superación del estrés ocurren en el bebé en el momento más temprano de su existencia y, por entonces, corre por cuenta de la madre el resolverlas. En realidad, cada vez más, va quedando en claro que la predisposición a las reacciones de estrés es el resultado de una muy fina relación interactiva entre el bebé y su madre.

A lo largo de los nueve meses de embarazo, se ha ido desarrollando la disposición necesaria para que, luego de producido el parto, una serie de manifestaciones neurofisiológicas - especialmente afectivas y motoras- inicie una sofisticada interacción comunicativa entre ambos. Las garantías para la supervivencia, inscritas en el plan genético, comienzan a expresarse de manera que, inmediatamente después de producido el parto, se instale una existencia extrauterina destinada a extender la conexión previa, dando tiempo a que se produzca una paulatina adaptación a las nuevas circunstancias.

Es un fenómeno fundante de todo vínculo futuro y en especial de las maneras en que enfrentaremos las circunstancias de peligro que provocan el estrés. A este fenómeno, a esta indispensable condición temprana de relación entre madre y bebé, la conocemos como “apego”. En estos momentos de la vida, las necesidades de apego del bebé son absolutamente vitales en términos de protección y cuidados.

La vivencia de estrés que se produce en el bebé cuando se le separa de la madre es similar a la de un riesgo de muerte. Se detecta un aumento de cortisol (hormona del estrés) de hasta 10 veces por encima de las titulaciones normales en estas circunstancias, situación que revierte si el reencuentro con la madre se produce en un tiempo breve.

Pero, la sola presencia física de la madre no basta. Tiene que desarrollarse una conexión complementaria, un vínculo que garantice la sincronía comunicacional óptima. Para empezar, se necesita el establecimiento de una clave compartida que les permita reconocerse y buscarse.

En la mayoría de las especies este reconocimiento básico se procesa a través del olfato. Esto ocurre, también, en la especie humana, en la cual la impronta olfativa garantiza el sentido de la búsqueda en el recién nacido.

Por otro lado, entre los múltiples cambios que se producen en la madre como producto del embarazo, está la multiplicación de hasta un 60% de las células mitrales del bulbo olfatorio, dando lugar a una alta sensibilización en el sentido del olfato. Esto le permite distinguir el olor de su bebé, incluso en medio de un grupo de bebés.

Por su lado, el bebé nace con una intensa y delicada sensibilidad olfatoria que le sirve para encontrar y guardar el registro del olor de la madre.

El programa genético requiere de una expresión secuencial. Siendo así, éste sería el primer paso en la generación de un apego saludable. Su activación es algo así como la “primera piedra” del complejo edificio de la seguridad, del sentimiento de protección y de la confianza ante el peligro que, en estos momentos, tiene su máximo nivel de exposición como vivencia de vida o muerte.

Este acontecer, vale la pena remarcarlo, tiene un correlato trófico y fisiológico a nivel de la organización del sistema límbico del hemisferio cerebral derecho, donde empiezan a establecerse las pautas (comandos de la comunicación afectivo – sensorial), que son la base de la compleja trama cognitiva relacional básica.

El punto de partida, como decíamos anteriormente, se da a nivel del olfato. Si el bebé es colocado sobre el vientre materno, luego de producido el parto, sin mayor ayuda u orientación, guiado por el instinto y por su olfato, encontrará el pezón de la madre y consolidará el sentimiento de encuentro, la clave olfativa personal que permanecerá indeleble.

En paralelo, el bebé que se acerca así a su madre, oloroso desde la entraña que acaba de abandonar, impregna el predispuesto sentido del olfato de la madre. Es así que se produce una impronta, el encuentro ineludible, la captación del mensajero de una presencia esperada que nos muestra un “santo y seña”, que nadie conocía de antemano, que se codifica en ese mismo acto, en ese instante. “Poco menos que nada”, dirá Winnicott, “es el principio de todo lo demás…” ¡Poca cosa!

Basta con permitir que las cosas funcionen de manera natural y todo saldrá a la “perfección”. Este funcionamiento “natural” corre por cuenta del entorno social, de la familia y, en un primer momento, de la madre, quien, también, tiene una programación genética básica para cumplir con tal cometido (el de funcionar maternalmente).

Hasta donde sabemos, la programación genética sigue siendo la misma, por lo que podemos esperar un comportamiento similar, potencialmente hablando, en todos los nuevos bebés que vienen al mundo. Pero, es en el encuentro con el complemento necesario proveniente del entorno, donde muchas cosas han cambiado, originando distorsiones en el producto final propuesto por el mandato genético, por el mandato de la naturaleza.

Antes de seguir, quisiera enfatizar que del ensamblaje de los programas genéticos de madre e hijo resulta la programación neurológica y funcional futura del infante. Se generan las bases de la capacidad para relacionarse, de sentir y pensar con otros. Es como el resultado corriente de seguir las instrucciones de un manual para poner en funcionamiento un equipo sofisticado. En este caso, se trata de un manual peculiar, que se activa solo, siempre y cuando no lo perturbemos. Dejaremos el tema por ahora…

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