lunes

2010/09/04 La organización sintomática del miedo

XIV Congreso del CPPL
Entre el deseo y la realidad

3 - 5 de setiembre de 2010 


Desde Freud hemos recogido enseñanzas respecto a la importancia de la angustia en la organización de la patología. Su noción de angustia automática o catastrófica, junto a su derivado, la angustia señal, recobran actualidad a la luz de los recientes estudios de las neurociencias.

Por su parte, Klein -con sus ejes organizadores a partir de las angustias persecutorias y depresivas- nos ha dado muestras de la rica variedad de enfoques posibles a partir de las vicisitudes de dicha emoción. Estos y otros intentos de entender la importancia de la angustia han engrosado sustanciosos capítulos de la teorización psicoanalítica.

Las ideas, que desarrollaremos a continuación, se basan en las observaciones y reflexiones de teóricos e investigadores, a lo largo de las últimas décadas, acerca de las vicisitudes del apego, tanto desde las canteras del psicoanálisis como desde las neurociencias.

Una de las características más resaltantes de las emociones, en general, es su potencial de acción en el contexto del vínculo. La emoción conlleva un sentido y un potencial de acción. Como su etimología misma la define , se trata de una moción “hacia”. Es la esencia de lo pulsional, pero desde una confluencia interactiva trófica, estructurante, con el entorno, interacción en la que se desarrollan los sistemas de los que dependen las futuras relaciones emocionales con el mundo externo.

Es interesante verificar que una emoción tiene dos funciones o finalidades: una, es la que marca la dirección hacia el objeto a contactar; y, la otra, es el objetivo de promover en el objeto una resonancia sintónica y, acaso, alguna acción reguladora u otra emoción complementaria. Por ejemplo, que el otro se haga presente y nos proteja o nos aporte calma o aliento vital.

Queremos resaltar que las emociones forman parte de los recursos indispensables para la interacción comunicativa. En el caso particular de la angustia, viene a ser siempre una señal de que algo que acontece pone a prueba el equilibrio homeostático, haciendo que la situación sea vivida como peligrosa.

En tanto hay una amplia gama de correlatos expresivos, tengamos en cuenta que la emoción tiene la intención de comunicar algo, no sólo al sujeto que la siente o vive, sino, también, a su entorno.

Hay una gama a precisar entre la idea de angustia y miedo, en el sentido que éste último se refiere a una situación o cosa que es conocida. En esencia, el miedo forma parte del circuito de ataque-huida, en el concierto de las necesidades de sobrevivencia.

Debemos inferir que, además, el miedo o la angustia forman parte del más primitivo sistema de discriminación “amigo-enemigo”, “bueno-malo”, “placer-displacer”, del que se nutre el tejido de las múltiples experiencias y sucesivas asociaciones, que derivarán en la organización del psiquismo humano individual, de su subjetividad particular, de la forma en que maneja la angustia y de su disposición frente al entorno.

En el inicio de la vida, el bebé no tiene capacidad de discriminar lo temido, sólo siente angustia. La vivencia de peligro tiene una dimensión de proporciones catastróficas; la amenaza es de muerte. El riesgo involucra la sobrevivencia. El infante sólo puede manejar esta terrible emoción si la madre es capaz de responder al llamado que emerge con la angustia.

El correlato motor expresivo de la angustia, por la vía del llanto desesperado, de los movimientos agitados y de la hiperventilación, demanda perentoriamente la presencia, protección, cuidados, sintonía y sincronía empáticos de la figura materna.

Es así como se va dando la organización funcional del sistema límbico, del “cerebro emocional”. Éste empieza a desarrollar sus claves, derivadas de la activación e interacción con el entorno límbico, por la vía de la comunicación del cerebro derecho de la madre con el cerebro derecho del infante. Como resultante, se produce la regulación de la expresión de la angustia del bebé, permitiéndole iniciar un proceso de aprendizaje que, en el futuro, lo llevará hacia la autorregulación emocional.

Entiéndase: la suma de experiencias de respuestas oportunas de calma, provenientes del entorno empático, aporta al desarrollo de los sistemas neurales de respuesta empática y configura una emoción adicional, que conocemos como confianza básica (sentimiento de contar con una base segura).

La misión comunicativa de la angustia logra su objetivo si es que se obtiene la respuesta de presencia, el aporte de calma, el registro reiterado de disposición, todo lo cual contribuye a formar la base reguladora automática, la memoria operativa esencial, que va modelando la pauta afectiva frente a las situaciones de peligro.

Las experiencias originales, las más primitivas, generan una impronta. Son las huellas fundantes de las emociones futuras, de seguridad o de inseguridad, de disposición de búsqueda o de replegamiento. Éstas van quedando grabadas como un automatismo funcional en la memoria implícita del bebé.

Volviendo al punto específico de la angustia, la madre, con su cercanía e intervención ansiolítica oportuna, aporta a las necesidades de regulación de tal emoción, permitiendo la atenuación de su expresión, dando lugar al desarrollo de las vías cognitivas que permitan llegar a una autorregulación que atenúe las necesidades del aporte materno.

Cabe mencionar que, al comienzo de la vida, en el bebé se moviliza angustia con todas (o casi todas) las emergencias vinculadas a la necesidad, al frío, al calor, al hambre, a la sed, etc. Éstas lo compelen a manifestar su angustia en busca de atención de la necesidad emergente.

La falta de atención oportuna multiplica exponencialmente la intensidad de la angustia, por lo cual, a más de la atención prestada al mensaje de angustia, la respuesta empática debe producirse en un lapso determinado, en el momento preciso.

La experiencia de satisfacción y calma va haciendo, de a pocos, innecesaria la intermediación de la expresión ansiosa-perentoria para obtener la atención del entorno.

Lo contrario lleva a una permanencia de la angustia primitiva, adosada a las fuentes de necesidad. Un ejemplo de la sintomatología resultante son los trastornos alimenticios o las adicciones.

Como hemos señalado, el registro de estas experiencias sedimenta en las memorias básicas; y, la impronta resultante de las experiencias fallidas o asincrónicas queda igualmente grabada como desregulación afectiva; en este caso, desregulación de la angustia.

De las fallas en la regulación de la angustia derivarán consecuencias estructurales en el bebé, quien tendrá que poner en juego mecanismos contingentes para dar cuenta de la situación. Esto se expresa en el uso de formas adaptativas frente a las distintas eventualidades, es decir, empieza su necesidad de utilizar mecanismos de defensa.

Quisiera enfatizar un detalle propio de la angustia desregulada: ésta tiene concomitancia con una expresión, también desregulada, de las funciones del SNV, trayendo consigo disfuncionalidad sintomática en este nivel somático. Posteriormente, abarcará otros compromisos somáticos y fisiológicos característicos del costo de tener que sofocar la angustia, de no poder expresarla o de no encontrar respuesta de contención.

La falta de regulación de la angustia condena a una existencia con un bajo umbral de tolerancia al estrés. El incremento de la angustia, ante la adversidad, cualquiera que sea su causa, desencadena situaciones críticas de alarma en el aparato psíquico, disminuyendo las posibilidades de organización de las repuestas efectivas para la solución del problema, consumiendo cantidades ingentes de energía al no poder dimensionarse adecuadamente la naturaleza del peligro.

Este incremento de la angustia no permite la utilización de los recursos yoicos (en el grado que éstos existan), ya que la presencia de la angustia intensificada bloquea y estrecha los canales de integración, que podrían conducir a una respuesta resolutiva del motivo de angustia.

A la consabida diada “ataque-fuga” se le agrega otra consecuencia frecuente, que es la “parálisis”. La persona angustiada se bloquea hasta el punto de la impotencia total, perdiendo toda opción de manejar la situación de manera resolutiva.

Como quiera que la desregulación se produce en el contexto del apego, la consecuencia objetiva (investigada por muchísimos autores) muestra tres posibilidades de desarrollo de apego inseguro: un apego preocupado, un apego evitativo o un apego desorganizado desorientado.

El telón de fondo de la angustia desregulada pasa a ser incorporado a la conducta del sujeto en desarrollo. Una inseguridad básica en la relación con el objeto perpetúa pautas de relación sobre cuyo eje y finalidad se irán integrando los potenciales y talentos que la persona irá desarrollando en el transcurso de su vida.

La relación con los demás queda marcada por el sentimiento angustioso de la inseguridad y la falta de confianza. El fantasma del abandono, de la ausencia y del engaño hace temible el sentimiento de cercanía y dependencia.

En todos los casos, el sentimiento de intimidad se empobrece y adquiere formas distorsionadas, más bien adventicias o forzadamente ansiolíticas, como el control, la manipulación, la posesión obsesiva, etc.

El modelo de organización de la relación denominada “apego preocupado o ambivalente” funciona de una manera tal que el vínculo es penosamente inestable y oscilante. La ansiedad, continuamente flotante, se aferra a cualquier falla o riesgo para la continuidad de la relación. La angustia no cesa ni se resuelve. Más bien, el vínculo “logra” alguna estabilidad desde esta fórmula disfuncional.

En el caso del apego evitativo, se trata permanentemente de mantener una distancia frente a cualquier riesgo de dependencia o necesidad del objeto. Es notorio que la cercanía o la intimidad pueden movilizar sentimientos de terror.

Una forma particular del apego inseguro es el desorganizado y desorientado. En este caso, el contexto en el que se movilizaron las angustias tempranas del bebé, fue caótico y confuso, reverberando en directo las ansiedades del infante con las propias del cuidador primario.

Estas pautas de organización del apego logran estabilidad hacia los dos años de edad, aproximadamente, y son fácilmente comprobables, desde la observación, la experimentación o mediante el uso de pruebas específicas, como la de la “situación extraña”, creada por Mary Ainsworth.

Estas consecuencias de las fallas en la regulación de la angustia “habitan” no solamente en la emoción sino que, como se ha comprobado, influyen en la configuración de las vías neurales y, por consiguiente, en su funcionalidad.

Con la maduración cerebral, va incorporándose la posibilidad de conciencia, desde donde se nutren los registros de la memoria explícita, accesible, en el circuito córtico-hipocampal. Este desarrollo aporta a un mayor control y organización del circuito de la angustia, en relación a objetos y/o circunstancias que, desde la experiencia, adquirieron la cualidad de “peligrosos”. En este nivel, ya tiene lugar el sentido de conflicto y su consecuencia en la movilización de la necesidad de reprimir.

Para el aparato psíquico, es un reto mantener la homeostasis y un ordenamiento sostenible desde cierta lógica y coherencia. Por este motivo, la tendencia será el ir generando algún tipo de creencias sobre el origen de la angustia, convirtiéndola, así, en “miedos”, condición desde la cual la ansiedad resulta más “manejable”. Eventualmente, estos “miedos” adquieren los ropajes de la sintomatología neurótica, fóbica, obsesiva, histérica, psicosomática, etc.

Funcionalmente, la necesidad de controlar la angustia mediante el uso de mecanismos de sobre-compensación o de “supresión” lleva a que los afectos en general se inhiban y/o se “contaminen” del sentimiento de angustia.

A modo de síntesis:

La angustia ha sido -y sigue siendo- un eje importante de la teorización sobre la psicopatología y sobre el desarrollo en general.

El aporte de las neurociencias nos permite observar el nivel de estructuras neurales que se organizan como sistemas, con el objetivo de obtener una regulación operativa de la angustia.

El desarrollo saludable, desde la regulación emocional o afectiva, es producto de la interacción entre el bebé y un entorno social que aporte una efectiva función materna.

La angustia des-regulada tempranamente habita en las estructuras psicopatológicas básicas, movilizando un desarrollo del psiquismo entrampado en la necesidad de contrarrestar la amenaza del resurgimiento de la angustia.

La inteligencia emocional y el desarrollo de la capacidad empática dependen de la interacción sintónica y sincrónica entre el bebé y su madre.

La intensidad de la angustia no controlada perturba el desarrollo y la expresión de las distintas funciones psicofisiológicas.

La organización sintomática, que promueve la angustia, abarca prácticamente todos los niveles bio-psico-fisiológicos y sociales.

1 comentario:

Jorge Figueroa Apéstegui dijo...

es muy importante la interaccion con la madre es quizas la interaccion mas importante