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2012/09/05 De la Homeostasis al Apego y a la Regulación Afectiva


Desde los reflejos homeostáticos propios de la organización vital más primitiva, hay una larguísima trayectoria evolutiva que al presente nos encuentra contemplando extasiados las complejidades que ha logrado desarrollar su sentido esencial: la supervivencia.

La decantación genética ha ido inscribiendo la historia funcional de cada paso evolutivo, permitiendo sostener el potencial de las interacciones posibles, tanto al interior de cada individuo como, de manera especial, con los miembros de su especie y, por extensión, con los demás componentes naturales de su entorno; en suma, con todo aquello que contribuye o amenaza a su existencia.

Una de las grandes expresiones evolutivas en el mundo animal es el logro de la capacidad de establecer lazos e intercambiar mensajes, de comunicarse a través de emociones y expresiones afectivas. Dicha capacidad es particularmente importante para el soporte y salvaguarda del desarrollo de las crías; es la garantía de su supervivencia.

Dado el grado de inmadurez evolutiva en la que nace el individuo humano, esta comunicación emocional, de base sensorial, es una extensión de la condición uterina. El requerimiento vincular con la madre está esencialmente sostenido por dichas emociones, las que conllevan un complejo y afiatado correlato fisiológico, que implica una mutua y permanente estimulación interactiva.

Es a lo largo de la gestación, pero de una forma particular en el último trimestre, que, de una manera maravillosa, en la madre se activan recursos genéticos que permiten establecer una finísima conexión con su bebé, aprestándose de manera ideal para facilitar la expresión de sus potenciales. En realidad, en dicho proceso, se activan en ambos -en la madre y en el bebé- los potenciales que derivarán en una particular resultante: la capacidad de hacer lazos tróficos, cuya consecuencia visible, en el caso de un desarrollo óptimo, enraíza principalmente en la estructura misma del cerebro derecho y en el logro paulatino de las expresiones mentales. Es la manera en que se habilitan los recursos necesarios para enfrentar los retos adaptativos de la historia futura de quien ahora es un bebé. O sea, si la interpretación del guión natural, si la respuesta epigenética (de la madre, sostenida por su propio potencial genético y la propia experiencia de vida) es la adecuada, tendremos las mayores garantías de encontrar a este infante de hoy, luego, en la vida, gozando de salud mental.

En el comienzo de la vida extrauterina, el bebé está jaqueado por sus necesidades básicas, debido a la inmanente incapacidad de satisfacerlas por propia cuenta. Su riesgo de supervivencia moviliza permanentemente la emisión de señales emocionales que alertan al entorno de sus necesidades de atención y cuidado. Inquietud, rabia, llanto, van de la mano con la sensación de riesgo que gatilla los sistemas de alerta. La angustia aparece intensa en los comienzos y, de acuerdo a las respuestas sintónicas del entorno, va logrando una adecuación al estímulo, de forma tal que su intensidad irá mermando en base a la experiencia de satisfacción, tanto de la necesidad emergente, como de la sensación de presencia sintónica y protectora de la madre.

En los estudios realizados por Bowlby, Ainsworth y muchos otros, en el terreno del apego temprano, observaron que existen dos posibilidades nucleares de organización a partir de la experiencia interactiva entre la madre y su bebé: el apego seguro y el apego inseguro. Esto tiene una directa conexión con los aportes de otros autores psicoanalíticos que se refieren al concepto de la “confianza básica” como uno de los logros más importantes en el desarrollo temprano (Winnicott, Balint, Erikson, etc.).

De acuerdo a lo dicho, el aporte de la madre en el apego temprano es crucial para el logro de la regulación de las emociones. En principio, se observa que su ausencia moviliza en el bebé respuestas de estrés que se incrementan si la separación se prolonga. A la inversa, su presencia y contacto disminuyen el estrés de manera inmediata.

El predominio de la experiencia de protección y atenciones aporta al bebé la sensación de contar con una “base segura”. Se entiende que, en el origen, la soledad de un bebé significa el desamparo frente a los depredadores, la amenaza de la inanición y otros riesgos de muerte. En tanto así, la emisión de sus angustiados mensajes de desesperación se activa en base a una milenaria programación de supervivencia que, en la contraparte, requiere de un receptor sensible a dicho mensaje, quien en principio es la madre.

Es interesante acotar la observación de que, naturalmente, los demás miembros de la especie son también sensibles a dichos mensajes y que, incluso, es algo que ocurre entre miembros de especies diferentes. Especialmente en las hembras, se movilizan reflejos de protección ante las manifestaciones de angustia o dolor de una cría en desamparo.

Distintos investigadores, en los últimos 20 años, han encontrado que la díada vincular entre madre y bebé es indispensable para la programación y desarrollo del sistema límbico, en particular en el hemisferio cerebral derecho, desde donde se sostendrán los patrones básicos para las relaciones emocionales futuras.

Está establecido, también, que el cerebro en desarrollo transcurre por un período crítico hasta los tres años, lapso en el cual el potencial de neuroplasticidad llega a ser 50 veces mayor que en el del adulto, situación irrepetible que nos muestra la particular importancia que tienen las experiencias de estimulación temprana en la configuración del cerebro y de la mente, del equilibrio emocional y de la plasticidad adaptativa, indispensables para la futura interacción humana saludable.

Una de las funciones más importantes de la madre, en el período de apego temprano, sería, entonces, el logro de la regulación afectiva mediante la función de complemento interactivo con el bebé. Este apuntalamiento funcional inicial de la madre irá dando lugar a la autorregulación emocional del infante.

No se trata de un fenómeno sencillo, más aún si, como en los tiempos que corren, vivimos adaptados a un sistema de vida que no dispone de espacios prioritarios para el desarrollo de un apego natural con el bebé. La madre “posmoderna”, para “cubrir los gastos de su hijo”, suele encontrar natural el tener que dedicarse a trabajar, dejando a su hijo al cuidado de otras personas, con lo que se altera la secuencia de sincronicidad fina necesaria para la evolución óptima del apego. En estas circunstancias, la regulación afectiva está en riesgo de perder asidero y dar paso a necesidades adaptativas disfuncionales en el bebé, especialmente en relación a su objeto más importante: la madre.

En estas separaciones precoces, en la madre y el bebé se produce una modificación disposicional que, las más de las veces, resulta difícil recuperar. Se aceleran los tiempos del “destete” afectivo a favor del cultivo de una distancia adaptativa que contrarreste la ansiedad generada por la ausencia o que “controle” el sentimiento de desamparo. Es el camino que solemos observar hacia una resultante de funcionamiento relacional evitativo, en donde se trata de no involucrar los afectos y la relación se sostiene de una forma funcional rígida de sobre adaptación, complementada con afectos aparentes, falsos o poco profundos, que, en cualquier caso, no incluye espacios para la intimidad afectiva.

Si esto es así, no es difícil entender la frecuencia con que nos encontramos con personas entrampadas en funcionamientos narcisistas, con dificultades para la cercanía emocional con sus semejantes. Es por esto que algunos consideran que esta época es tan individualista, postulando que, quizás, una de las causas de ello sea esta falla en el apego temprano, falla que hemos integrado a nuestro entendimiento como algo “normal”, a trasmano de la constatación de la ominosa sensación de vacío que acompaña a estos supuestos “egoístas” a los que “algo les falta”, sin que puedan precisar qué cosa es aquello que les falta.

Volvamos ahora sobre el escenario del apego temprano. La trama interactiva entre madre y bebé transcurre entre la sintonía y la sincronía. Desde el momento mismo del parto, la disponibilidad emocional de la madre saludable está en su punto máximo de capacidad para “leer” los mensajes emocionales de su bebé. Para ello, no tiene que pensar sino tan sólo permitirse “sentir con su bebé” y responder al estímulo emergente. Igualmente, podrá dar expresión libre a sus propios mensajes afectivos y corporales que estimulen respuestas en el bebé.

Diferentes observadores de la relación madre bebé, señalan que se da un encuentro inmediato que, desde lo sensorial, reconecta el complemento necesario de calor corporal y que, dentro de la primera hora, el bebé es capaz de encontrar el pezón, apoyado por su olfato y la disponibilidad de la madre, empezando a mamar espontáneamente.

Este proceso, según diferentes estudios, está sostenido por una comunicación de cerebro derecho a cerebro derecho, cuyo funcionamiento y desarrollo es el predominante en estas instancias. Pero hay que acotar que, a más de la cualidad sintónica que acompaña el proceso, es indispensable el desarrollo de un ajuste de los tiempos, el establecimiento de una sincronía particular permanentemente ajustada al ritmo del desarrollo y la expresión de los mensajes emocionales.

Esta sincronía en el conjuro relacional afectivo tiene la virtud de proteger de la emergencia de los sentimientos de angustia, malestar, rabia o confusión que cobran expresión cada vez que se presentan factores de desequilibrio interno (hambre, por ejemplo) o externo (frío, ausencia de contacto con la madre, etc.)

Como es de suponer, es hasta necesario que se produzcan también experiencias de asincronía, en cuyo caso, es igualmente trascendente la experiencia de reparación –a tiempo- de la falla relacional. Entre una y otra experiencia, va cobrando equilibrio la modulación, la regulación de las expresiones emocionales del bebé.

En su correlato fisiológico, la sincronía tiene expresiones visibles como, por ejemplo, el que una paciente me presta en el relato de su debut como madre. Estaba sorprendida de cómo en el momento en que le empezaba a gotear leche de los pezones su bebé comenzaba a llorar e inquietarse manifestando su hambre. Sabemos, por otro lado, cada vez más, sobre las consecuencias neurohormonales de satisfacción y ternura que se producen en la madre y en el bebé, como producto del amamantamiento. Esto es algo que no se suele resaltar a la hora de ponderar las razones por las que es importante la lactancia materna.

No es exagerado señalar que la norma de nuestra época parece ser la de incurrir en fallas en el apego temprano. No estamos cumpliendo con los patrones de apego que la impronta de la naturaleza nos recomienda. La falta de regulación afectiva resultante altera la homeostasis del sujeto, derivando en múltiples trastornos de su desempeño vital y relacional. De esta manera, se configura una predisposición a desarrollar traumas tempranos o a manifestaciones precoces de desadaptación, entre las que resaltaría la casi epidémica frecuencia de trastornos de la atención e hiperquinesia, cuando no la cantidad de trastornos somáticos, de ansiedad y fracasos en la integración empática.

Es más, estas fallas configuran en sí mismas una forma de trauma acumulativo de nefastas consecuencias. Nos predisponen a que cualquier adversidad futura adquiera carácter traumático, es decir, que los nuevos acontecimientos adversos desencadenen la expresión del trauma pre existente o que dicha predisposición otorgue el carácter emocional desproporcionado que convierte en tormenta la más tenue llovizna.

En otros casos, la persona se pasará la vida anticipando la catástrofe que no sabe que ya ocurrió. ¡Cuántas crisis de pánico encontramos que son expresión de la ruptura de sistemas de compensación debido a un desamparo temprano!

Mirando el tema desde la perspectiva de la psicoterapia, encontramos que, desde hace muchos años, diferentes investigadores han llegado a la conclusión de que el común denominador del factor terapéutico, más allá de la técnica que se emplee, es la calidad y solidez del vínculo que se logre establecer entre paciente y terapeuta. Entendido de acuerdo al desarrollo de este trabajo, en última instancia, estaríamos hablando de cómo la calidad del vínculo constituye la contribución psicoterapéutica al logro de una regulación afectiva.

Los cambios que hemos tenido en llamar “estructurales”, desde la metapsicología psicoanalítica, tienen ahora otro asidero en función de la comprobación de las consecuencias de activación de áreas del cerebro producto del encuentro terapéutico y que, al amparo de la siempre vigente neuroplasticidad, consolidan el efecto de regulación afectiva indispensable para el equilibrio mental y vital.

La clave del requerimiento terapéutico radicaría en la capacidad empática del psicoterapeuta y su posibilidad de manejarse de forma elástica con los parámetros de su técnica. El logro del trabajo estaría completo si la tarea incluye el proceso de mentalización, es decir, de la comprensión y mejor uso de los recursos mentales para la reflexión, así como la mayor conciencia tanto de la propia naturaleza como la de los semejantes-diferentes, culminación ideal de un proceso de autorregulación emocional. Estamos hablando de formas de terapia que suponen un abordaje acorde a las necesidades funcionales del paciente y al grado de activación posible de los recursos para lograrlo.



Bibliografía

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Winnicott, Donald... Escritos de pediatría y psicoanálisis. Barcelona, Editorial Laia, 1979.

1 comentario:

Mónica Felipe-Larralde dijo...

Me ha encantado su artículo. Cuánta falta nos hace saber que es necesario y absolutamente imprescindible atender a nuestros hijos.
Con permiso lo comparto en las redes.
Un saludo.
http://grupomaternal.blogspot.com