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2012/11/12 Del poder del apego al apego al poder

XV Congreso del CPPL "El poder y sus transformaciones: una mirada psicoanalítica".  Lima, 9 – 11 de noviembre de 2012.


El ser humano ha llegado a convencerse de que puede elevar su poder por encima del de la naturaleza.

No se puede negar que se han logrado realizar grandes hazañas en el terreno de la ciencia y la tecnología, al punto de estar al alcance de poder “crear vida”, con el agregado de contar ya con recursos, de impensables consecuencias, en el terreno de la manipulación genética.

Esta soberbia creadora nos hace perder de vista el inmenso trabajo evolutivo que ha tenido que transcurrir para que la arquitectura biológica logre la complejidad que se nos muestra al presente. Son miles de millones de años de paciente labor que “garantizan” el producto y, aun así, vemos que se presentan fallas.

Lamentablemente, a estas fallas se les vienen sumando aquellas generadas por el hombre, como consecuencia de su mala relación con la naturaleza.

Un hecho tangible que compartimos, en relación al uso del poder en la especie humana, es la observación de que a la larga prevalecen las desmedidas ambiciones personales de quienes prometieron usar sus fuerzas y talentos en beneficio de la mayoría. Cunde el individualismo y colapsan los valores. La capacidad para establecer lazos de unión en favor de la especie pareciera ya no existir.

En nuestro mundo globalizado, el poder se acumula con demasiada frecuencia para imponerse y dominar; su ejercicio es voraz y desmedido, sin atender y, menos aun, reparar, lo que se suele denominar “los daños colaterales”. No importa depredar los bosques, generar guerras o catástrofes climáticas. A la manera de un cáncer generalizado, hay que seguir, a costa de lo que sea, reteniendo el poder.

El desmedido afán de poder ha corroído las buenas intenciones de los tantos enunciados sobre derechos humanos, generándose un lastre cada vez mayor de corrupción que nos mueve a preguntarnos si no estamos funcionando con los modelos propios de una psicopatización social.

En ese sentido, para los fines de este artículo, quiero enfatizar la desatención que la cultura actual viene dando a la relación temprana entre la madre y su bebé, así como las consecuencias posibles en el deterioro del uso del poder.



El poder del Apego

Todo el poder de la naturaleza subyace en la delicada textura de la experiencia de apego temprano. El bebé debuta en la vida con particulares poderes. Uno de ellos, apenas considerado, es el de estimular en la madre reflejos complementarios a sus requerimientos de sobrevivencia y desarrollo. Es un sujeto de influencia, sostenido en el inicio por la simple expresión de su propia naturaleza.

Pero, he aquí que, dicho poder requiere, para consolidarse, de una particular ligazón interactiva con la madre. A ella, también, la naturaleza y su experiencia personal le prodigan talentos de raigambre psiconeurobiológica, que se activan a lo largo del embarazo y que se expresan de manera propicia en el encuentro (de la madre saludable o suficientemente buena) con su bebé luego del parto.

Digamos que, en el comienzo, ambos están en un punto de encuentro sostenidos por una sincronía decantada por millones de años de evolución. De ella depende, en gran medida, el desarrollo neurobiológico y emocional del bebé. De la madre depende la existencia misma de su bebé, sin ella muere. En la dedicación a su cuidado, la madre estará en condiciones de postergar otras actividades, inclusive las vinculadas a su propia sobrevivencia.

Como sabemos, el desarrollo de todo este potencial del bebé, en realidad, transcurre en circunstancias más bien de extrema indefensión y de absoluta dependencia del entorno materno. Es por eso que el sentimiento de poder derivará esencialmente de la experiencia de haber activado en la madre respuestas acordes a sus necesidades tanto físicas como emocionales.

Y, siendo las emociones el vehículo comunicacional primario, es indispensable que la madre responda en la medida y tiempo oportunos, de forma tal que la consecuencia de la regulación de la intensidad de las emociones sea percibida por el infante como un efecto natural y estable.

Es entonces que se produce en el bebé el registro de una experiencia de necesidad inquietante en el contexto de una cobertura oportuna. En realidad, se trata de una experiencia de debilidad, de una condición extrema de fragilidad, que se sostiene y fluye sin contratiempos gracias al apoyo de un entorno confiable, que no es del todo reconocido como tal, pero que deja las huellas de una impronta que muchos autores han tenido en llamar “la confianza básica”.

El poder derivado de un desarrollo en confianza básica se sustenta en la aceptación de la humana fragilidad, de la debilidad propia y la ajena, no de su repudio. Es más bien la confianza de poder-con-un-otro, de la necesidad de hacer alianzas para poder resolver las coyunturas propias de la adversidad humana o de los retos creativos para el desarrollo individual o del conjunto.

El uso del poder que deriva de un desarrollo temprano con confianza básica no deviene en una necesidad por sí mismo. Aquel que es fuerte y poderoso no requiere imponerse, más bien prevalece en su expresión de compartir su fortaleza, ayudar, servir, dar y recibir, en un encuentro armónico con el otro. No hay apego al poder.

Es más, en el ejercicio del poder, es posible que la persona que tuvo un apego temprano seguro simplemente integre los recursos de otros sin que él mismo tenga que ser el más fuerte. El poder derivaría, entonces, de la posibilidad de representar e integrar, de colocarse en cualquier rol en función de los objetivos grupales.

No hay necesidad de imponerse o someter al otro; menos aún de rebajarlo o denigrarlo. La necesidad de control se instala en función de lo razonable y necesario, como salvaguarda del objetivo común, y es ajena a exagerados sentimientos de temor o venganza, menos aún a la intención de explotar la debilidad del otro. El rival es alguien con quien se puede negociar o entrar en competencia, enriqueciéndose mutuamente de la experiencia de ganar o perder.

Hay un disfrute vinculado a no tener que sostener el poder, de compartirlo o delegarlo. Esto suele estar en relación con la capacidad de estar a solas o de ejercer la libertad creativamente, sin tener que aislarse de los demás. Por cierto, es también la libertad del otro un anhelo vinculado a su forma de amar y ejercer el poder sobre los que lo aman.



El Apego al poder

Las perturbaciones en la relación de apego temprano movilizan de manera variable los sistemas de alerta del bebé en desarrollo. El estrés resultante puede llegar a constituirse en el motor de una organización basada en la necesidad de defenderse de un entorno sentido como adverso o pobremente sostenedor, no confiable como “base segura”. La emoción que tipifica esta condición es el miedo y, en un grado mayor, el pánico, la sensación abrumadora de desamparo y riesgo de muerte.

En la mayoría de los casos, si no en todos, esta condición se genera cuando la madre acompaña de manera insuficiente el desarrollo de su bebé. Mejor diría, complementa inadecuadamente los requerimientos de interacción sincrónica con él, sea porque no tiene desarrollados los recursos propios para una “lectura sensible” de los mensajes del bebé o porque simplemente asume el dictamen de una sociedad que prioriza la manutención material por encima dela importancia del vínculo, motivo por el cual es posible que esté más en el trabajo que con su bebé.

Por cierto, existen también circunstancias en que hay violencia física o emocional en el entorno y la afectación en el bebé adquiere carácter de traumática.

Grados variables de desregulación emocional aparecerán en sus relaciones futuras, desde el desborde emocional o impulsivo hasta la total inhibición del registro afectivo, en medio de lo cual los mecanismos de defensa hacen sus mejores esfuerzos para lograr algún equilibrio.

Detrás de la organización defensiva subsiste el telón de fondo de la desconfianza básica y el riesgo permanente de un desequilibrio acechante o de un naufragio total (ya instalado en su registro emocional inconsciente). Por ese motivo, sin causa aparente, podemos observar desde la infancia expresiones de inseguridad, inquietud, ansiedad flotante, aprehensión, descontrol de impulsos, rabietas, manipulación emocional, etc.

Hay quienes mantienen a raya la ansiedad aprehensiva con comportamientos sobre-adaptados (como los “chiquiviejos”), desde donde suelen ser convincentes y hasta admirados por su raciocinio precoz. Incluso, algunos tienen una suerte de soltura graciosa y seductora. Así, logran el control sobre sus objetos de necesidad. Todo va bien hasta que algo rompe el asidero de compensación y, entonces, el fracaso o la frustración devienen en un drama desmesurado, porque reaparece la predisposición a vivir traumáticamente la pérdida del control, salen al primer plano las huellas del dolor o del desamparo temprano.

En otros, podemos observar que, desde muy temprano, buscan a los más débiles para ejercer dominio y sometimiento, a veces hasta con crueldad. La necesidad de ejercer su poder sobre el otro habita en nuestro remozado “bullying”, en el que varios se unen para ejercer dominio y maltrato sobre una víctima en la que depositan sus aterradoras debilidades.

Winnicott describe esta situación de la siguiente manera: el derrumbe en el presente es en realidad un derrumbe que ya ocurrió .

La opción sería, entonces, poder… o derrumbe. Y, como quiera que con el poder solo compensamos pero no resolvemos la situación de origen, no hay otra alternativa que aferrarse al poder para mantener alejado al fantasma del derrumbe original.

Hay diferentes grados y matices en que la necesidad de poder enraíza en las vidas de quienes tuvieron insuficiente apego temprano seguro. Un común denominador de este esfuerzo por tener el poder es una suerte de obsesión por lograr el control de los demás, a lo que se suele sumar un sufrido afán por sobresalir, más allá del simple desarrollo placentero de los propios potenciales.

En los más equilibrados, encontramos que no tienen problemas para organizar defensas “efectivas” si los asiste algún talento. Por ejemplo, si son estudiosos, inteligentes, o tienen buena memoria; en otros, si logran inhibir su espontaneidad y “se portan bien…” Mucho depende de la interacción con el medio y de las posibilidades de “aplacar” las expectativas que sobre ellos recaen. Este esquema sostiene un cierto orden y control pero, en buena medida, conlleva un “sometimiento” a la autoridad cuya demanda nunca dejan de sentir. Se convierten en los “perfectos” para trabajos en dependencia… y, por supuesto, siempre estarán pendientes de la descalificación, motivo por el cual suelen sacar las mejores calificaciones.

La idea de perfección de sí mismos se constituye en su talismán, en su instrumento de poder, siempre precario, contra el desastre…que siempre seguirá pendiente… y que, además, siempre será inminente.

Otros casos hay en que la interacción se enreda más abiertamente en el juego del poder y es cuando las tensiones familiares comprometen el comportamiento en un juego constante de fuerzas en el que un aparente poder se estructura desde el ejercicio de “la autoridad que censura” (la de los padres) versus el hijo que permanentemente se les enfrenta o provoca. Tendremos, entonces, a la vista, casos de personas que se “empoderan” mediante discusiones estériles sin resultantes creativas y, menos aún, resolutivas, en el intento de relacionarse con el otro.

En casos cercanos a este modelo, el poder de los padres o de sus representantes sociales se ejerce desde una aplicación irracional de la sanción con poco o nulo esfuerzo por la comprensión del otro. Se trata fundamentalmente de someter o rebajar a alguien, que podría ser el hijo, el alumno o el adolescente marginal… No es difícil percatarse de la rigidez con que sostienen sus juicios. Ellos también tuvieron una experiencia de apego fallida.

En la contraparte, en el hijo, es posible encontrar que, desde una aparente oposición, se configura un juego de poder en el que él (el hijo) se constituye en el “chivo expiatorio”, de manera que siempre estará “portándose mal” como una forma de poder sadomasoquista con el que logra hacerse del control de la atención de los padres, con modales que pretenden una distancia y diferenciación pero que no logran ocultar las trampas visibles de una identificación primitiva que recuerda las formas propias del aferramiento melancólico.

No nos es ajena la observación de las groseras perturbaciones empáticas que muestra un gran sector de nuestra dirigencia política. Sin ahondar más en el tema, agregaría que es tan solo una muestra de ese mal mayor que padece nuestra sociedad actual. La postulación de este trabajo es que hemos desdeñado el poder que nos otorga la naturaleza en favor de este remedo de poder que poco o nada tiene que ver con nuestros intereses como especie.

Volvamos pues a las bases, reconstruyamos nuestro colectivo social, tomemos conciencia de que podemos transformar el mundo en que vivimos si comenzamos por brindar un apego seguro a nuestras próximas generaciones.


Bibliografía

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2012/09/05 De la Homeostasis al Apego y a la Regulación Afectiva


Desde los reflejos homeostáticos propios de la organización vital más primitiva, hay una larguísima trayectoria evolutiva que al presente nos encuentra contemplando extasiados las complejidades que ha logrado desarrollar su sentido esencial: la supervivencia.

La decantación genética ha ido inscribiendo la historia funcional de cada paso evolutivo, permitiendo sostener el potencial de las interacciones posibles, tanto al interior de cada individuo como, de manera especial, con los miembros de su especie y, por extensión, con los demás componentes naturales de su entorno; en suma, con todo aquello que contribuye o amenaza a su existencia.

Una de las grandes expresiones evolutivas en el mundo animal es el logro de la capacidad de establecer lazos e intercambiar mensajes, de comunicarse a través de emociones y expresiones afectivas. Dicha capacidad es particularmente importante para el soporte y salvaguarda del desarrollo de las crías; es la garantía de su supervivencia.

Dado el grado de inmadurez evolutiva en la que nace el individuo humano, esta comunicación emocional, de base sensorial, es una extensión de la condición uterina. El requerimiento vincular con la madre está esencialmente sostenido por dichas emociones, las que conllevan un complejo y afiatado correlato fisiológico, que implica una mutua y permanente estimulación interactiva.

Es a lo largo de la gestación, pero de una forma particular en el último trimestre, que, de una manera maravillosa, en la madre se activan recursos genéticos que permiten establecer una finísima conexión con su bebé, aprestándose de manera ideal para facilitar la expresión de sus potenciales. En realidad, en dicho proceso, se activan en ambos -en la madre y en el bebé- los potenciales que derivarán en una particular resultante: la capacidad de hacer lazos tróficos, cuya consecuencia visible, en el caso de un desarrollo óptimo, enraíza principalmente en la estructura misma del cerebro derecho y en el logro paulatino de las expresiones mentales. Es la manera en que se habilitan los recursos necesarios para enfrentar los retos adaptativos de la historia futura de quien ahora es un bebé. O sea, si la interpretación del guión natural, si la respuesta epigenética (de la madre, sostenida por su propio potencial genético y la propia experiencia de vida) es la adecuada, tendremos las mayores garantías de encontrar a este infante de hoy, luego, en la vida, gozando de salud mental.

En el comienzo de la vida extrauterina, el bebé está jaqueado por sus necesidades básicas, debido a la inmanente incapacidad de satisfacerlas por propia cuenta. Su riesgo de supervivencia moviliza permanentemente la emisión de señales emocionales que alertan al entorno de sus necesidades de atención y cuidado. Inquietud, rabia, llanto, van de la mano con la sensación de riesgo que gatilla los sistemas de alerta. La angustia aparece intensa en los comienzos y, de acuerdo a las respuestas sintónicas del entorno, va logrando una adecuación al estímulo, de forma tal que su intensidad irá mermando en base a la experiencia de satisfacción, tanto de la necesidad emergente, como de la sensación de presencia sintónica y protectora de la madre.

En los estudios realizados por Bowlby, Ainsworth y muchos otros, en el terreno del apego temprano, observaron que existen dos posibilidades nucleares de organización a partir de la experiencia interactiva entre la madre y su bebé: el apego seguro y el apego inseguro. Esto tiene una directa conexión con los aportes de otros autores psicoanalíticos que se refieren al concepto de la “confianza básica” como uno de los logros más importantes en el desarrollo temprano (Winnicott, Balint, Erikson, etc.).

De acuerdo a lo dicho, el aporte de la madre en el apego temprano es crucial para el logro de la regulación de las emociones. En principio, se observa que su ausencia moviliza en el bebé respuestas de estrés que se incrementan si la separación se prolonga. A la inversa, su presencia y contacto disminuyen el estrés de manera inmediata.

El predominio de la experiencia de protección y atenciones aporta al bebé la sensación de contar con una “base segura”. Se entiende que, en el origen, la soledad de un bebé significa el desamparo frente a los depredadores, la amenaza de la inanición y otros riesgos de muerte. En tanto así, la emisión de sus angustiados mensajes de desesperación se activa en base a una milenaria programación de supervivencia que, en la contraparte, requiere de un receptor sensible a dicho mensaje, quien en principio es la madre.

Es interesante acotar la observación de que, naturalmente, los demás miembros de la especie son también sensibles a dichos mensajes y que, incluso, es algo que ocurre entre miembros de especies diferentes. Especialmente en las hembras, se movilizan reflejos de protección ante las manifestaciones de angustia o dolor de una cría en desamparo.

Distintos investigadores, en los últimos 20 años, han encontrado que la díada vincular entre madre y bebé es indispensable para la programación y desarrollo del sistema límbico, en particular en el hemisferio cerebral derecho, desde donde se sostendrán los patrones básicos para las relaciones emocionales futuras.

Está establecido, también, que el cerebro en desarrollo transcurre por un período crítico hasta los tres años, lapso en el cual el potencial de neuroplasticidad llega a ser 50 veces mayor que en el del adulto, situación irrepetible que nos muestra la particular importancia que tienen las experiencias de estimulación temprana en la configuración del cerebro y de la mente, del equilibrio emocional y de la plasticidad adaptativa, indispensables para la futura interacción humana saludable.

Una de las funciones más importantes de la madre, en el período de apego temprano, sería, entonces, el logro de la regulación afectiva mediante la función de complemento interactivo con el bebé. Este apuntalamiento funcional inicial de la madre irá dando lugar a la autorregulación emocional del infante.

No se trata de un fenómeno sencillo, más aún si, como en los tiempos que corren, vivimos adaptados a un sistema de vida que no dispone de espacios prioritarios para el desarrollo de un apego natural con el bebé. La madre “posmoderna”, para “cubrir los gastos de su hijo”, suele encontrar natural el tener que dedicarse a trabajar, dejando a su hijo al cuidado de otras personas, con lo que se altera la secuencia de sincronicidad fina necesaria para la evolución óptima del apego. En estas circunstancias, la regulación afectiva está en riesgo de perder asidero y dar paso a necesidades adaptativas disfuncionales en el bebé, especialmente en relación a su objeto más importante: la madre.

En estas separaciones precoces, en la madre y el bebé se produce una modificación disposicional que, las más de las veces, resulta difícil recuperar. Se aceleran los tiempos del “destete” afectivo a favor del cultivo de una distancia adaptativa que contrarreste la ansiedad generada por la ausencia o que “controle” el sentimiento de desamparo. Es el camino que solemos observar hacia una resultante de funcionamiento relacional evitativo, en donde se trata de no involucrar los afectos y la relación se sostiene de una forma funcional rígida de sobre adaptación, complementada con afectos aparentes, falsos o poco profundos, que, en cualquier caso, no incluye espacios para la intimidad afectiva.

Si esto es así, no es difícil entender la frecuencia con que nos encontramos con personas entrampadas en funcionamientos narcisistas, con dificultades para la cercanía emocional con sus semejantes. Es por esto que algunos consideran que esta época es tan individualista, postulando que, quizás, una de las causas de ello sea esta falla en el apego temprano, falla que hemos integrado a nuestro entendimiento como algo “normal”, a trasmano de la constatación de la ominosa sensación de vacío que acompaña a estos supuestos “egoístas” a los que “algo les falta”, sin que puedan precisar qué cosa es aquello que les falta.

Volvamos ahora sobre el escenario del apego temprano. La trama interactiva entre madre y bebé transcurre entre la sintonía y la sincronía. Desde el momento mismo del parto, la disponibilidad emocional de la madre saludable está en su punto máximo de capacidad para “leer” los mensajes emocionales de su bebé. Para ello, no tiene que pensar sino tan sólo permitirse “sentir con su bebé” y responder al estímulo emergente. Igualmente, podrá dar expresión libre a sus propios mensajes afectivos y corporales que estimulen respuestas en el bebé.

Diferentes observadores de la relación madre bebé, señalan que se da un encuentro inmediato que, desde lo sensorial, reconecta el complemento necesario de calor corporal y que, dentro de la primera hora, el bebé es capaz de encontrar el pezón, apoyado por su olfato y la disponibilidad de la madre, empezando a mamar espontáneamente.

Este proceso, según diferentes estudios, está sostenido por una comunicación de cerebro derecho a cerebro derecho, cuyo funcionamiento y desarrollo es el predominante en estas instancias. Pero hay que acotar que, a más de la cualidad sintónica que acompaña el proceso, es indispensable el desarrollo de un ajuste de los tiempos, el establecimiento de una sincronía particular permanentemente ajustada al ritmo del desarrollo y la expresión de los mensajes emocionales.

Esta sincronía en el conjuro relacional afectivo tiene la virtud de proteger de la emergencia de los sentimientos de angustia, malestar, rabia o confusión que cobran expresión cada vez que se presentan factores de desequilibrio interno (hambre, por ejemplo) o externo (frío, ausencia de contacto con la madre, etc.)

Como es de suponer, es hasta necesario que se produzcan también experiencias de asincronía, en cuyo caso, es igualmente trascendente la experiencia de reparación –a tiempo- de la falla relacional. Entre una y otra experiencia, va cobrando equilibrio la modulación, la regulación de las expresiones emocionales del bebé.

En su correlato fisiológico, la sincronía tiene expresiones visibles como, por ejemplo, el que una paciente me presta en el relato de su debut como madre. Estaba sorprendida de cómo en el momento en que le empezaba a gotear leche de los pezones su bebé comenzaba a llorar e inquietarse manifestando su hambre. Sabemos, por otro lado, cada vez más, sobre las consecuencias neurohormonales de satisfacción y ternura que se producen en la madre y en el bebé, como producto del amamantamiento. Esto es algo que no se suele resaltar a la hora de ponderar las razones por las que es importante la lactancia materna.

No es exagerado señalar que la norma de nuestra época parece ser la de incurrir en fallas en el apego temprano. No estamos cumpliendo con los patrones de apego que la impronta de la naturaleza nos recomienda. La falta de regulación afectiva resultante altera la homeostasis del sujeto, derivando en múltiples trastornos de su desempeño vital y relacional. De esta manera, se configura una predisposición a desarrollar traumas tempranos o a manifestaciones precoces de desadaptación, entre las que resaltaría la casi epidémica frecuencia de trastornos de la atención e hiperquinesia, cuando no la cantidad de trastornos somáticos, de ansiedad y fracasos en la integración empática.

Es más, estas fallas configuran en sí mismas una forma de trauma acumulativo de nefastas consecuencias. Nos predisponen a que cualquier adversidad futura adquiera carácter traumático, es decir, que los nuevos acontecimientos adversos desencadenen la expresión del trauma pre existente o que dicha predisposición otorgue el carácter emocional desproporcionado que convierte en tormenta la más tenue llovizna.

En otros casos, la persona se pasará la vida anticipando la catástrofe que no sabe que ya ocurrió. ¡Cuántas crisis de pánico encontramos que son expresión de la ruptura de sistemas de compensación debido a un desamparo temprano!

Mirando el tema desde la perspectiva de la psicoterapia, encontramos que, desde hace muchos años, diferentes investigadores han llegado a la conclusión de que el común denominador del factor terapéutico, más allá de la técnica que se emplee, es la calidad y solidez del vínculo que se logre establecer entre paciente y terapeuta. Entendido de acuerdo al desarrollo de este trabajo, en última instancia, estaríamos hablando de cómo la calidad del vínculo constituye la contribución psicoterapéutica al logro de una regulación afectiva.

Los cambios que hemos tenido en llamar “estructurales”, desde la metapsicología psicoanalítica, tienen ahora otro asidero en función de la comprobación de las consecuencias de activación de áreas del cerebro producto del encuentro terapéutico y que, al amparo de la siempre vigente neuroplasticidad, consolidan el efecto de regulación afectiva indispensable para el equilibrio mental y vital.

La clave del requerimiento terapéutico radicaría en la capacidad empática del psicoterapeuta y su posibilidad de manejarse de forma elástica con los parámetros de su técnica. El logro del trabajo estaría completo si la tarea incluye el proceso de mentalización, es decir, de la comprensión y mejor uso de los recursos mentales para la reflexión, así como la mayor conciencia tanto de la propia naturaleza como la de los semejantes-diferentes, culminación ideal de un proceso de autorregulación emocional. Estamos hablando de formas de terapia que suponen un abordaje acorde a las necesidades funcionales del paciente y al grado de activación posible de los recursos para lograrlo.



Bibliografía

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2011/09/07 Sincronía y regulación emocional en el apego temprano

XII Congreso de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis
Lima, 2, 3 y 4 de setiembre de 2011

Sincronía y regulación emocional en el apego temprano

El concepto de Sincronía connota la idea de simultaneidad, de coincidencia en una particular sintonía, entre dos (o más de dos) para producir una resultante, un fenómeno que trasciende a sus componentes. La sincronía, como principio biológico, es indispensable para el desarrollo en plenitud de cualquier especie, así como para su supervivencia. Por ejemplo, es necesaria la sincronía entre un grupo determinado de animales para huir o defenderse de los depredadores.

Una dialéctica entre el ser y su entorno se echa a andar desde los primeros momentos de la concepción (o germinación); una interdependencia en la que cualquier pérdida de la sincronía conlleva consecuencias en la estructura en desarrollo.

La primera etapa del desarrollo humano cuenta con una cierta garantía de sincronicidad, al transcurrir en el umbilicado contexto uterino. No dejan, sin embargo, de producirse vicisitudes en distintos niveles, muchas de ellas debidas a la presencia de factores de estrés incrementados en la madre.

La impronta genética humana requiere ineludiblemente de una interacción altamente sincronizada con su entorno para desarrollar sus capacidades para la vida y, como veremos, para adquirir un desarrollo mental que le permita, más allá de sobrevivir, adaptarse a la vida de relación con sus semejantes.

Hay, de hecho, una sincronía fisiológica interna, una suerte de marcador natural que nos sostiene la temperatura, los latidos cardiacos, la respiración, etc. Pero nacemos insuficientes y necesitamos que una serie de funciones sean complementadas por nuestra madre, quien, a lo largo de esos nueve meses de gestación, ha ido activando de manera natural sus propias claves sensitivo-sensoriales, indispensables para una interacción apropiada a las necesidades de su bebé.

Esta condición de encuentro, llamada apego temprano, se basa en la más delicada sincronía entre la madre y el bebé. El vehículo, para que se produzca este particular encuentro, proviene fundamentalmente del bagaje natural de los protagonistas. Es la naturaleza la que sostiene la magia y son las emociones más primitivas las que van marcando el itinerario del encuentro. El mutuo estímulo y la respuesta oportuna van formando el tejido de contacto de la experiencia, a partir de lo cual se construye la esencia del nuevo ser, el registro fundante del sí mismo, que va marcando sus huellas en la memoria implícita.

Cuando nacemos, nuestro cerebro se encuentra en su máximo potencial de desarrollo sináptico y de neuroplasticidad; es un equipo a programar, totalmente dispuesto para ser activado y, por lo tanto, altamente sensible a la experiencia que le toca vivir, en principio en la interacción con la madre. La cantidad de sinapsis alcanza su punto máximo alrededor de los dos años de edad, cuando empieza la poda sináptica, la eliminación de las conexiones no operativas, que no han sido reforzadas o activadas.

El período crítico de desarrollo neural y de máxima neuroplasticidad dura hasta los 3 años, momento en el cual se ha configurado la función reguladora autónoma básica. El potencial de desarrollo dispara en el día a día, hora a hora, minuto a minuto. El estímulo o la falta de éste gravitan de una forma que no se repetirá a futuro. El ideal en estas circunstancias es el de una fusión estimulante, permanentemente renovada.

En el inicio, las necesidades de respuesta sincrónica son absolutas. La sincronía y la simbiosis se sostienen mutuamente, dependiendo vitalmente entre sí. Tal es la vivencia que comparten estos dos marcadores, la madre y el bebé.

Vale la pena recordar que el bebé estimula a la madre tanto como ella a él; y, son sus respuestas sincrónicas las que van dando forma a la organización comunicativo – emocional (y vegetativa) temprana. De manera implícita, a través de esta interacción, se va regulando, también, la intensidad del estímulo-respuesta de la emoción compartida. Un ejemplo de sincronía psicofisiológica nos la muestra un bebé con hambre que cuenta, en el mismo instante, con una madre a la que le empieza a gotear la leche del seno.

Se ha demostrado que, en estos momentos iniciales, la alta sensibilidad sincrónica entre madre y bebé tiene que ver con la conexión predominante entre el cerebro derecho de ambos protagonistas. Es, en particular, la activación sustantiva del sistema límbico la que sostiene este proceso; y, son las emociones las que van marcando el ritmo de la comunicación y el entendimiento, permanentemente enriquecidos por cada reencuentro innovador.

El registro de la experiencia sedimenta en la memoria, cuyo correlato neural estará dado por una configuración sináptica que, paulatinamente, se va complejizando, enriquecida (o empobrecida) con cada nueva experiencia o asociación de experiencias, las que, poco a poco, van conformando el registro integral del sí mismo.

Los inicios de la experiencia sincrónica son el vehículo constitutivo de la organización del sujeto como tal. A futuro, en la vida, la intensidad de la experiencia sincrónica se atenúa, sin desaparecer, encontrando espacios en la experiencia de intimidad o en la apertura hacia nuevas experiencias, en las aventuras del saber y del conocer. En los retos cotidianos de la vida, hay circunstancias particulares en las que se incrementa, como en el enamoramiento o en la experiencia de ser madre (o padre) o… ¡de conectarse con el terapeuta en una experiencia empáticamente creativa!

Un adecuado desarrollo temprano en sincronía supone una garantía de plenitud en el desarrollo emocional, cuya expresión cotidiana es la empatía, la sintonía con el otro, con el entorno. Sin embargo, cabe destacar que la experiencia de sincronía es algo que va más allá. Supone una apertura al cambio, a la renovación. La manifestación de su presencia activa, suele traducirse como sinergia, como un fenómeno en el que se potencian las capacidades de los que coinciden en la sincronía. Fluye una sensación de vitalidad compartida. Es siempre una experiencia que trasciende al individuo, aunque, por cierto, lo incluye.

La configuración del sujeto como tal, como alguien con características singulares, es el producto de la concatenación de experiencias (y de las conexiones sinápticas correspondientes) sostenidas en el tiempo. Es lo que organiza la subjetividad y la diacronía, que no es otra cosa que ese particular modo en que, a lo largo del tiempo, sostenemos una manera de enfrentar los retos adaptativos, de reaccionar ante los estímulos, asumir los mensajes y elaborar iniciativas y respuestas en nuestro intercambio con el entorno.

Si hubo fallas en la sincronicidad inicial, es posible que esta subjetividad diacrónica muestre poca plasticidad en su interrelación con el entorno, con pocas capacidades para la disposición sincrónica, de apertura, en el presente. En estas condiciones, es posible una cierta empatía adaptativa pero sin comprometer la esencia de la subjetividad, la cual se mantiene inalterable, sin posibilidades de cambio.

Lo natural es que, a lo largo de la vida, vayamos cambiando, a la luz de nuevas experiencias. La neuroplasticidad sigue vigente prácticamente hasta el final de nuestra existencia. En ese sentido, la experiencia de sincronía supone apertura a estas nuevas experiencias, con resonancia emocional trófica, con extensiones sinápticas renovables. Las huellas que ingresan desde la experiencia sincrónica (actual) modifican la estructura, el registro de sí; las memorias emocionales se reacomodan y encuentran al menos una posibilidad reguladora alternativa, con repercusiones en el diseño de la fantasía inconsciente.

Volviendo al escenario pre y post natal, a las circunstancias de mayor necesidad de experiencia sincrónica, reexaminemos algunos detalles del porqué resulta tan importante este puntual ajuste relacional en el apego temprano.

Recogiendo investigaciones de diversos autores, Schore llama nuestra atención sobre la simultaneidad de la sincronía emocional con el sistema vegetativo (sistema nervioso autónomo), que incluye fenómenos simpáticos de aceleración y parasimpáticos de desaceleración de las funciones autónomas, como, por ejemplo, el ritmo cardiaco; correlatos de los encuentros reflejos de las expresiones emocionales, como la sonrisa, la mirada o el contacto corporal, señales que, a su vez, emanan del sistema autónomo (“vegetativo”, auto regulado, visceral e inconsciente).

A partir de estos encuentros “autónomos” se va diseñando una suerte de ritmo compartido, creado por ambos, la madre y el infante, producto de la interacción adecuada. Cuando el eje de dicha interacción tiene como punto de partida al bebé, se produce en él una sensación vital de naturaleza positiva, un enriquecimiento disposicional hacia el encuentro con el entorno que contiene al sí mismo, expresado en una armonía funcional, en una vitalidad que habita en el cuerpo.

En tanto el apego consiste en la regulación de la sintonía interactiva, nos dice Schore, el estrés se define como una falla en la sincronía en una secuencia de interacción. El restablecimiento de la sincronía permite el afrontamiento del estrés y la recuperación del equilibrio desde los estados de estimulación negativa. Este oportuno restablecimiento de la sincronía, enriquece la experiencia de regulación y predispone a la resiliencia frente al estrés, a la vigencia de un talante disposicional positivo, una suerte de preservación de las posibilidades de ilusión resolutiva.

En paralelo a las improntas de aprendizaje, que derivan de la sincronía madre-bebé, se produce la maduración del sistema límbico (que permite la regulación socioemocional) y del sistema nervioso autónomo (encargado de los aspectos somáticos de la emoción), los que se encuentran ampliamente interconectados. La configuración del sistema límbico permitirá, paulatinamente, una mejor adaptación y manejo del comportamiento, acorde a las situaciones cambiantes del entorno, de acuerdo a su basamento subjetivo; abriendo, a su vez, posibilidades para una ampliación del aprendizaje adaptativo interaccional, para el manejo del estrés y, simultáneamente, de la respuesta autonómica.

No nos resultará extraño verificar que a las experiencias entronizadas de asincronía en la experiencia de apego temprano les sucedan futuros problemas no sólo en la regulación emocional sino, también, una variada gama disfuncional de trastornos fisiológicos ligados a una inadecuada regulación del sistema nervioso vegetativo (las famosas “distonías neurovegetativas”, diagnóstico frecuente de otras épocas).

Podemos repensar, igualmente, en la trascendencia de estas observaciones en la configuración de los caracteres, relacionados a los “puntos de fijación libidinal” de nuestra tradición psicoanalítica.

Estos aprendizajes y memorias determinan el diseño funcional de los sistemas de regulación, que tienen su central de control en la corteza órbitofrontal derecha, desde donde se intercalan amplias conexiones corticales y subcorticales, que establecen la regulación excitatoria de los estados emocionales. La llamada “red prefrontal límbica anterior”, que incluye al cingulado anterior y a la amígdala, tiene a su cargo la organización de la respuesta “superior” a los estímulos de requerimiento adaptativo. Con ello, ingresan al sistema la posibilidad de opción, de elección discriminada, la calidad de las cuales tendrá relación directa con su “programación implícita”, generada en la experiencia de apego temprano.

De esta manera, se organiza ya sea una “sincronía funcional” o una “asincronía disfuncional”, en medio de las interconexiones sinápticas con el hipotálamo, comprometiendo las extensiones correspondientes a la respuesta autónoma (vegetativa) al estrés.

Hemos mencionado líneas arriba que el estrés significaría la expresión de una asincronía en el estado de apego temprano: una falla momentánea en el sistema regulatorio de los procesos de excitación emocional y del sistema vegetativo, que depende totalmente de la relación con la madre. Si esta circunstancia, en vez de ser momentánea y natural, se hace permanente, repetitiva, y no cuenta con experiencias de contención reparativas, tendremos un escenario de estrés acumulativo, que perturbará el desarrollo de prácticamente todas las funciones, en especial las que atañen a la adaptación social.

Los individuos, atrapados en su experiencia disfuncional, se encuentran en severas dificultades para integrarse en la demanda de pautas de relación, ya que el registro del otro, como tal, está permanentemente distorsionado, al igual que la regulación de la intensidad de sus emociones. Tenemos, entonces, niños hiperactivos o totalmente incapaces de reaccionar adecuadamente ante la agresión de los demás. No saben defenderse adecuadamente o no han logrado entronizar una pauta de auto sostenimiento coherente. Muestran severas dificultades para sintonizar con el mensaje del otro.

Su cerebro emocional se ha configurado, quizás para siempre, sobre bases funcionales desreguladas, con las que, a futuro, tendrán que hacerse a la vida. Quizás todo marche “bien”, mientras puedan implementar sus miedos en crear una imagen de sí mismos que los proteja de la catástrofe siempre pendiente, del derrumbe aquel del que nos hablaba Winnicott. Lamentablemente, quedan expuestos, desde las vísceras, a diversas disfunciones tanto como a colapsos emocionales a la hora de intentar el acceso a una intimidad de pareja o tener hijos.

Estas fallas tempranas en el apego los predisponen a que las eventuales experiencias traumáticas calen más hondo en su estructura o, digamos, a que profundicen más lo que hasta entonces era subyacente o no aparente.

Estos hallazgos y desarrollos han derivado en que, cada vez más, el proceso terapéutico sea entendido desde la necesidad del paciente de tener una experiencia vincular en la que logre restañar los vacíos interactivos tempranos, que derivaron en una inseguridad básica, que hicieron de su vida una historia de terror o de las mil formas en que lograron contrarrestarlo. Esa dificultad permanece vigente para la experiencia de sincronía, para la apertura a la renovación personal en la vida.

Y, es más, debido a que tienen una alta sensibilidad especializada en detectar las fallas -más que en encontrar los puntos de articulación, de contacto-, la desconfianza los torna especialmente sensibles y necesitan mucho tiempo y miles de pruebas, a las que nos someterán, antes de abrirnos ese interior anhelante y temeroso; siempre ávidos de una presencia interactiva confiable, que los ayude a ordenarse, a ser ellos mismos, sin sentirse una carga para el otro; y, más aún, que les permita percibir que somos, también, con ellos.

Es lo que podemos esperar que se produzca en una experiencia terapéutica que apueste a la cercanía emocional interactiva, intermediada por la apertura asociativa, que no sería otra cosa que una comunicación de inconsciente a inconsciente, entendida, ahora, como una interconexión predominante de los hemisferios derechos. Esa comunicación “desde el alma”, donde no hay nada que ocultar. Más que la palabra, importa la actitud, la emoción, la búsqueda de la sincronía tonal que permita, luego, la organización y procesamiento del entendimiento en términos de una “mentalización”.

En esta línea de trabajo, el enriquecimiento de la alianza terapéutica se hace cada vez más importante, la sedimentación de una cercanía confiable, sensible, la construcción de un “nosotros” terapéutico conduciendo en el presente la aventura de explorar con tolerancia y contención los miedos e incertidumbres que detuvieron la experiencia de fluir en la vida.

En tanto así, la experiencia terapéutica es, fundamentalmente, una experiencia de regulación emocional en el presente. La intermediación reguladora del terapeuta resulta central para los efectos de un consistente manejo de lo que en su momento llamó la atención de Freud, en el sentido de lograr un adecuado uso de la angustia, como señal. Entendemos ahora que, en un sentido amplio, se trata de dar respuestas adecuadas a los mensajes emergentes tanto del mundo interior, propioceptivo, como a las percepciones y estímulos provenientes de la realidad, del vínculo con los demás.

Este objetivo terapéutico, de regular el manejo de las emociones y, en particular, de la angustia, resultará de la relación emocional interactiva del paciente con su terapeuta, de la integración coherente de los mensajes autónomos y tonales producto de la particular relación que logren establecer. Los potenciales de neuroplasticidad participan en la reestructuración de los nexos funcionales. Así, hemos llegado de una manera literal a comprender la gesta de lo que llamamos el “cambio estructural” en nuestra usanza psicoanalítica. Esta funcionalidad reguladora arraiga en estructuras cerebrales del hemisferio derecho, en el sistema límbico, allí donde se reinscriben lazos sinápticos, aportando a las posibilidades de estabilizar los logros obtenidos en la terapia, en favor de una subjetividad con resonancias sincrónicas y flexibles.

Bibliografía
Ansermet, François… Magistretti, Pierre… A cada cual su cerebro. Plasticidad neuronal e inconsciente. Buenos Aires, Katz Editores, 2008.
Schore, Allan… La desregulación del cerebro derecho: un mecanismo fundamental del apego traumático y de la psicopatogénesis del desorden de estrés postraumático. Artículo publicado en internet (en inglés).
LeDoux, Joseph… El cerebro emocional. Buenos Aires, Editorial Ariel, 1999.
Winnicott, Donald W.... Realidad y Juego. Barcelona, Editorial Gedisa, 1982.

2010/10/26 Contra Natura

En mis últimos años de existencia en este planeta, como miembro de un colectivo social, como representante (“producto”) de nuestra cultura -ahora globalizada- me he ido sintiendo cada vez más desencontrado e insatisfecho con el mundo en que vivimos. Es terrible la sensación de que todo está “patas arriba”, que los lazos que nos unen están más relacionados con la conveniencia personal y material, en medio de lo cual campea con largueza la corrupción, el cinismo y la indiferencia, en una suerte de alucinante festín interminable, que no permite ver que nos caemos a pedazos; que, poco a poco, vamos perdiendo la sensibilidad, al punto de ni siquiera sentirnos a nosotros mismos.

Hay una quiebra notoria de la estructura familiar y, más aún, de los principios rectores de una autoridad respetable: se han perdido los valores esenciales, se ha perdido la posibilidad de confiar en aquel o aquellos que nos representan… Para empezar… en los padres.

Resulta cada vez más difícil distinguir la normalidad de la patología. Como que nos hemos desviado de la ruta y no nos damos cuenta de que cada vez estamos más lejanos de nuestra finalidad como especie. Nos hemos desenfocado de nuestra naturaleza biológica al punto de poner en riesgo nuestro entorno esencial.

Estamos viviendo una existencia “contra natura”.

Esta expresión, “contra natura”, ha estado por mucho tiempo ligada a la adjetivación de una práctica desviada de la sexualidad, con méritos para ser catalogada como “perversión” por la clínica, la religión o la sanción social.

Quiero enfatizar que la uso con el mismo sentido de desviación, pero en relación a los terribles atentados en que estamos incurriendo en relación a interferir la expresión natural del mandato genético de conservación de la especie.

Es una terrible paradoja el que nuestro “mayor logro evolutivo” -expresado en las capacidades de pensar y hablar, de prever y decidir y hasta de organizar la fantasía más descabellada- haya logrado erigirse por encima de necesidades esenciales para la supervivencia, al punto de instaurar una cultura del desapego, a favor a una creciente “realidad” gobernada por las metas de una sociedad de consumo que ha robado hace tiempo la función de los padres.

Las formas de crianza y alimentación de los bebés son dictadas por la moda o la comodidad, por un oscuro principio del placer que trata de obviar las pautas fisiológicas (“evitar el dolor del parto”, por ejemplo) que la sabia naturaleza ha programado en nuestra genética.

Este es uno de los motivos por los que a la era que vivimos podemos titularla como la “era del estrés”. La gente vive estresada y, como extensión, hay una pandemia de angustia y depresión sobre la cual no se nos alerta, tal vez porque conviene a la sociedad de consumo, a la industria farmacéutica.

Conviene recordar qué es el estrés: es una reacción del organismo ante una situación de peligro o amenaza a la supervivencia. La situación de estrés moviliza una compleja respuesta fisiológica tendiente a superar dicho peligro.

El sentimiento de peligro y la movilización consecuente de estrés se organizan a lo largo de la vida. Las primeras vivencias de superación del estrés ocurren en el bebé en el momento más temprano de su existencia y, por entonces, corre por cuenta de la madre el resolverlas. En realidad, cada vez más, va quedando en claro que la predisposición a las reacciones de estrés es el resultado de una muy fina relación interactiva entre el bebé y su madre.

A lo largo de los nueve meses de embarazo, se ha ido desarrollando la disposición necesaria para que, luego de producido el parto, una serie de manifestaciones neurofisiológicas - especialmente afectivas y motoras- inicie una sofisticada interacción comunicativa entre ambos. Las garantías para la supervivencia, inscritas en el plan genético, comienzan a expresarse de manera que, inmediatamente después de producido el parto, se instale una existencia extrauterina destinada a extender la conexión previa, dando tiempo a que se produzca una paulatina adaptación a las nuevas circunstancias.

Es un fenómeno fundante de todo vínculo futuro y en especial de las maneras en que enfrentaremos las circunstancias de peligro que provocan el estrés. A este fenómeno, a esta indispensable condición temprana de relación entre madre y bebé, la conocemos como “apego”. En estos momentos de la vida, las necesidades de apego del bebé son absolutamente vitales en términos de protección y cuidados.

La vivencia de estrés que se produce en el bebé cuando se le separa de la madre es similar a la de un riesgo de muerte. Se detecta un aumento de cortisol (hormona del estrés) de hasta 10 veces por encima de las titulaciones normales en estas circunstancias, situación que revierte si el reencuentro con la madre se produce en un tiempo breve.

Pero, la sola presencia física de la madre no basta. Tiene que desarrollarse una conexión complementaria, un vínculo que garantice la sincronía comunicacional óptima. Para empezar, se necesita el establecimiento de una clave compartida que les permita reconocerse y buscarse.

En la mayoría de las especies este reconocimiento básico se procesa a través del olfato. Esto ocurre, también, en la especie humana, en la cual la impronta olfativa garantiza el sentido de la búsqueda en el recién nacido.

Por otro lado, entre los múltiples cambios que se producen en la madre como producto del embarazo, está la multiplicación de hasta un 60% de las células mitrales del bulbo olfatorio, dando lugar a una alta sensibilización en el sentido del olfato. Esto le permite distinguir el olor de su bebé, incluso en medio de un grupo de bebés.

Por su lado, el bebé nace con una intensa y delicada sensibilidad olfatoria que le sirve para encontrar y guardar el registro del olor de la madre.

El programa genético requiere de una expresión secuencial. Siendo así, éste sería el primer paso en la generación de un apego saludable. Su activación es algo así como la “primera piedra” del complejo edificio de la seguridad, del sentimiento de protección y de la confianza ante el peligro que, en estos momentos, tiene su máximo nivel de exposición como vivencia de vida o muerte.

Este acontecer, vale la pena remarcarlo, tiene un correlato trófico y fisiológico a nivel de la organización del sistema límbico del hemisferio cerebral derecho, donde empiezan a establecerse las pautas (comandos de la comunicación afectivo – sensorial), que son la base de la compleja trama cognitiva relacional básica.

El punto de partida, como decíamos anteriormente, se da a nivel del olfato. Si el bebé es colocado sobre el vientre materno, luego de producido el parto, sin mayor ayuda u orientación, guiado por el instinto y por su olfato, encontrará el pezón de la madre y consolidará el sentimiento de encuentro, la clave olfativa personal que permanecerá indeleble.

En paralelo, el bebé que se acerca así a su madre, oloroso desde la entraña que acaba de abandonar, impregna el predispuesto sentido del olfato de la madre. Es así que se produce una impronta, el encuentro ineludible, la captación del mensajero de una presencia esperada que nos muestra un “santo y seña”, que nadie conocía de antemano, que se codifica en ese mismo acto, en ese instante. “Poco menos que nada”, dirá Winnicott, “es el principio de todo lo demás…” ¡Poca cosa!

Basta con permitir que las cosas funcionen de manera natural y todo saldrá a la “perfección”. Este funcionamiento “natural” corre por cuenta del entorno social, de la familia y, en un primer momento, de la madre, quien, también, tiene una programación genética básica para cumplir con tal cometido (el de funcionar maternalmente).

Hasta donde sabemos, la programación genética sigue siendo la misma, por lo que podemos esperar un comportamiento similar, potencialmente hablando, en todos los nuevos bebés que vienen al mundo. Pero, es en el encuentro con el complemento necesario proveniente del entorno, donde muchas cosas han cambiado, originando distorsiones en el producto final propuesto por el mandato genético, por el mandato de la naturaleza.

Antes de seguir, quisiera enfatizar que del ensamblaje de los programas genéticos de madre e hijo resulta la programación neurológica y funcional futura del infante. Se generan las bases de la capacidad para relacionarse, de sentir y pensar con otros. Es como el resultado corriente de seguir las instrucciones de un manual para poner en funcionamiento un equipo sofisticado. En este caso, se trata de un manual peculiar, que se activa solo, siempre y cuando no lo perturbemos. Dejaremos el tema por ahora…

2010/09/04 La organización sintomática del miedo

XIV Congreso del CPPL
Entre el deseo y la realidad

3 - 5 de setiembre de 2010 


Desde Freud hemos recogido enseñanzas respecto a la importancia de la angustia en la organización de la patología. Su noción de angustia automática o catastrófica, junto a su derivado, la angustia señal, recobran actualidad a la luz de los recientes estudios de las neurociencias.

Por su parte, Klein -con sus ejes organizadores a partir de las angustias persecutorias y depresivas- nos ha dado muestras de la rica variedad de enfoques posibles a partir de las vicisitudes de dicha emoción. Estos y otros intentos de entender la importancia de la angustia han engrosado sustanciosos capítulos de la teorización psicoanalítica.

Las ideas, que desarrollaremos a continuación, se basan en las observaciones y reflexiones de teóricos e investigadores, a lo largo de las últimas décadas, acerca de las vicisitudes del apego, tanto desde las canteras del psicoanálisis como desde las neurociencias.

Una de las características más resaltantes de las emociones, en general, es su potencial de acción en el contexto del vínculo. La emoción conlleva un sentido y un potencial de acción. Como su etimología misma la define , se trata de una moción “hacia”. Es la esencia de lo pulsional, pero desde una confluencia interactiva trófica, estructurante, con el entorno, interacción en la que se desarrollan los sistemas de los que dependen las futuras relaciones emocionales con el mundo externo.

Es interesante verificar que una emoción tiene dos funciones o finalidades: una, es la que marca la dirección hacia el objeto a contactar; y, la otra, es el objetivo de promover en el objeto una resonancia sintónica y, acaso, alguna acción reguladora u otra emoción complementaria. Por ejemplo, que el otro se haga presente y nos proteja o nos aporte calma o aliento vital.

Queremos resaltar que las emociones forman parte de los recursos indispensables para la interacción comunicativa. En el caso particular de la angustia, viene a ser siempre una señal de que algo que acontece pone a prueba el equilibrio homeostático, haciendo que la situación sea vivida como peligrosa.

En tanto hay una amplia gama de correlatos expresivos, tengamos en cuenta que la emoción tiene la intención de comunicar algo, no sólo al sujeto que la siente o vive, sino, también, a su entorno.

Hay una gama a precisar entre la idea de angustia y miedo, en el sentido que éste último se refiere a una situación o cosa que es conocida. En esencia, el miedo forma parte del circuito de ataque-huida, en el concierto de las necesidades de sobrevivencia.

Debemos inferir que, además, el miedo o la angustia forman parte del más primitivo sistema de discriminación “amigo-enemigo”, “bueno-malo”, “placer-displacer”, del que se nutre el tejido de las múltiples experiencias y sucesivas asociaciones, que derivarán en la organización del psiquismo humano individual, de su subjetividad particular, de la forma en que maneja la angustia y de su disposición frente al entorno.

En el inicio de la vida, el bebé no tiene capacidad de discriminar lo temido, sólo siente angustia. La vivencia de peligro tiene una dimensión de proporciones catastróficas; la amenaza es de muerte. El riesgo involucra la sobrevivencia. El infante sólo puede manejar esta terrible emoción si la madre es capaz de responder al llamado que emerge con la angustia.

El correlato motor expresivo de la angustia, por la vía del llanto desesperado, de los movimientos agitados y de la hiperventilación, demanda perentoriamente la presencia, protección, cuidados, sintonía y sincronía empáticos de la figura materna.

Es así como se va dando la organización funcional del sistema límbico, del “cerebro emocional”. Éste empieza a desarrollar sus claves, derivadas de la activación e interacción con el entorno límbico, por la vía de la comunicación del cerebro derecho de la madre con el cerebro derecho del infante. Como resultante, se produce la regulación de la expresión de la angustia del bebé, permitiéndole iniciar un proceso de aprendizaje que, en el futuro, lo llevará hacia la autorregulación emocional.

Entiéndase: la suma de experiencias de respuestas oportunas de calma, provenientes del entorno empático, aporta al desarrollo de los sistemas neurales de respuesta empática y configura una emoción adicional, que conocemos como confianza básica (sentimiento de contar con una base segura).

La misión comunicativa de la angustia logra su objetivo si es que se obtiene la respuesta de presencia, el aporte de calma, el registro reiterado de disposición, todo lo cual contribuye a formar la base reguladora automática, la memoria operativa esencial, que va modelando la pauta afectiva frente a las situaciones de peligro.

Las experiencias originales, las más primitivas, generan una impronta. Son las huellas fundantes de las emociones futuras, de seguridad o de inseguridad, de disposición de búsqueda o de replegamiento. Éstas van quedando grabadas como un automatismo funcional en la memoria implícita del bebé.

Volviendo al punto específico de la angustia, la madre, con su cercanía e intervención ansiolítica oportuna, aporta a las necesidades de regulación de tal emoción, permitiendo la atenuación de su expresión, dando lugar al desarrollo de las vías cognitivas que permitan llegar a una autorregulación que atenúe las necesidades del aporte materno.

Cabe mencionar que, al comienzo de la vida, en el bebé se moviliza angustia con todas (o casi todas) las emergencias vinculadas a la necesidad, al frío, al calor, al hambre, a la sed, etc. Éstas lo compelen a manifestar su angustia en busca de atención de la necesidad emergente.

La falta de atención oportuna multiplica exponencialmente la intensidad de la angustia, por lo cual, a más de la atención prestada al mensaje de angustia, la respuesta empática debe producirse en un lapso determinado, en el momento preciso.

La experiencia de satisfacción y calma va haciendo, de a pocos, innecesaria la intermediación de la expresión ansiosa-perentoria para obtener la atención del entorno.

Lo contrario lleva a una permanencia de la angustia primitiva, adosada a las fuentes de necesidad. Un ejemplo de la sintomatología resultante son los trastornos alimenticios o las adicciones.

Como hemos señalado, el registro de estas experiencias sedimenta en las memorias básicas; y, la impronta resultante de las experiencias fallidas o asincrónicas queda igualmente grabada como desregulación afectiva; en este caso, desregulación de la angustia.

De las fallas en la regulación de la angustia derivarán consecuencias estructurales en el bebé, quien tendrá que poner en juego mecanismos contingentes para dar cuenta de la situación. Esto se expresa en el uso de formas adaptativas frente a las distintas eventualidades, es decir, empieza su necesidad de utilizar mecanismos de defensa.

Quisiera enfatizar un detalle propio de la angustia desregulada: ésta tiene concomitancia con una expresión, también desregulada, de las funciones del SNV, trayendo consigo disfuncionalidad sintomática en este nivel somático. Posteriormente, abarcará otros compromisos somáticos y fisiológicos característicos del costo de tener que sofocar la angustia, de no poder expresarla o de no encontrar respuesta de contención.

La falta de regulación de la angustia condena a una existencia con un bajo umbral de tolerancia al estrés. El incremento de la angustia, ante la adversidad, cualquiera que sea su causa, desencadena situaciones críticas de alarma en el aparato psíquico, disminuyendo las posibilidades de organización de las repuestas efectivas para la solución del problema, consumiendo cantidades ingentes de energía al no poder dimensionarse adecuadamente la naturaleza del peligro.

Este incremento de la angustia no permite la utilización de los recursos yoicos (en el grado que éstos existan), ya que la presencia de la angustia intensificada bloquea y estrecha los canales de integración, que podrían conducir a una respuesta resolutiva del motivo de angustia.

A la consabida diada “ataque-fuga” se le agrega otra consecuencia frecuente, que es la “parálisis”. La persona angustiada se bloquea hasta el punto de la impotencia total, perdiendo toda opción de manejar la situación de manera resolutiva.

Como quiera que la desregulación se produce en el contexto del apego, la consecuencia objetiva (investigada por muchísimos autores) muestra tres posibilidades de desarrollo de apego inseguro: un apego preocupado, un apego evitativo o un apego desorganizado desorientado.

El telón de fondo de la angustia desregulada pasa a ser incorporado a la conducta del sujeto en desarrollo. Una inseguridad básica en la relación con el objeto perpetúa pautas de relación sobre cuyo eje y finalidad se irán integrando los potenciales y talentos que la persona irá desarrollando en el transcurso de su vida.

La relación con los demás queda marcada por el sentimiento angustioso de la inseguridad y la falta de confianza. El fantasma del abandono, de la ausencia y del engaño hace temible el sentimiento de cercanía y dependencia.

En todos los casos, el sentimiento de intimidad se empobrece y adquiere formas distorsionadas, más bien adventicias o forzadamente ansiolíticas, como el control, la manipulación, la posesión obsesiva, etc.

El modelo de organización de la relación denominada “apego preocupado o ambivalente” funciona de una manera tal que el vínculo es penosamente inestable y oscilante. La ansiedad, continuamente flotante, se aferra a cualquier falla o riesgo para la continuidad de la relación. La angustia no cesa ni se resuelve. Más bien, el vínculo “logra” alguna estabilidad desde esta fórmula disfuncional.

En el caso del apego evitativo, se trata permanentemente de mantener una distancia frente a cualquier riesgo de dependencia o necesidad del objeto. Es notorio que la cercanía o la intimidad pueden movilizar sentimientos de terror.

Una forma particular del apego inseguro es el desorganizado y desorientado. En este caso, el contexto en el que se movilizaron las angustias tempranas del bebé, fue caótico y confuso, reverberando en directo las ansiedades del infante con las propias del cuidador primario.

Estas pautas de organización del apego logran estabilidad hacia los dos años de edad, aproximadamente, y son fácilmente comprobables, desde la observación, la experimentación o mediante el uso de pruebas específicas, como la de la “situación extraña”, creada por Mary Ainsworth.

Estas consecuencias de las fallas en la regulación de la angustia “habitan” no solamente en la emoción sino que, como se ha comprobado, influyen en la configuración de las vías neurales y, por consiguiente, en su funcionalidad.

Con la maduración cerebral, va incorporándose la posibilidad de conciencia, desde donde se nutren los registros de la memoria explícita, accesible, en el circuito córtico-hipocampal. Este desarrollo aporta a un mayor control y organización del circuito de la angustia, en relación a objetos y/o circunstancias que, desde la experiencia, adquirieron la cualidad de “peligrosos”. En este nivel, ya tiene lugar el sentido de conflicto y su consecuencia en la movilización de la necesidad de reprimir.

Para el aparato psíquico, es un reto mantener la homeostasis y un ordenamiento sostenible desde cierta lógica y coherencia. Por este motivo, la tendencia será el ir generando algún tipo de creencias sobre el origen de la angustia, convirtiéndola, así, en “miedos”, condición desde la cual la ansiedad resulta más “manejable”. Eventualmente, estos “miedos” adquieren los ropajes de la sintomatología neurótica, fóbica, obsesiva, histérica, psicosomática, etc.

Funcionalmente, la necesidad de controlar la angustia mediante el uso de mecanismos de sobre-compensación o de “supresión” lleva a que los afectos en general se inhiban y/o se “contaminen” del sentimiento de angustia.

A modo de síntesis:

La angustia ha sido -y sigue siendo- un eje importante de la teorización sobre la psicopatología y sobre el desarrollo en general.

El aporte de las neurociencias nos permite observar el nivel de estructuras neurales que se organizan como sistemas, con el objetivo de obtener una regulación operativa de la angustia.

El desarrollo saludable, desde la regulación emocional o afectiva, es producto de la interacción entre el bebé y un entorno social que aporte una efectiva función materna.

La angustia des-regulada tempranamente habita en las estructuras psicopatológicas básicas, movilizando un desarrollo del psiquismo entrampado en la necesidad de contrarrestar la amenaza del resurgimiento de la angustia.

La inteligencia emocional y el desarrollo de la capacidad empática dependen de la interacción sintónica y sincrónica entre el bebé y su madre.

La intensidad de la angustia no controlada perturba el desarrollo y la expresión de las distintas funciones psicofisiológicas.

La organización sintomática, que promueve la angustia, abarca prácticamente todos los niveles bio-psico-fisiológicos y sociales.