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2011/09/07 Sincronía y regulación emocional en el apego temprano

XII Congreso de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis
Lima, 2, 3 y 4 de setiembre de 2011

Sincronía y regulación emocional en el apego temprano

El concepto de Sincronía connota la idea de simultaneidad, de coincidencia en una particular sintonía, entre dos (o más de dos) para producir una resultante, un fenómeno que trasciende a sus componentes. La sincronía, como principio biológico, es indispensable para el desarrollo en plenitud de cualquier especie, así como para su supervivencia. Por ejemplo, es necesaria la sincronía entre un grupo determinado de animales para huir o defenderse de los depredadores.

Una dialéctica entre el ser y su entorno se echa a andar desde los primeros momentos de la concepción (o germinación); una interdependencia en la que cualquier pérdida de la sincronía conlleva consecuencias en la estructura en desarrollo.

La primera etapa del desarrollo humano cuenta con una cierta garantía de sincronicidad, al transcurrir en el umbilicado contexto uterino. No dejan, sin embargo, de producirse vicisitudes en distintos niveles, muchas de ellas debidas a la presencia de factores de estrés incrementados en la madre.

La impronta genética humana requiere ineludiblemente de una interacción altamente sincronizada con su entorno para desarrollar sus capacidades para la vida y, como veremos, para adquirir un desarrollo mental que le permita, más allá de sobrevivir, adaptarse a la vida de relación con sus semejantes.

Hay, de hecho, una sincronía fisiológica interna, una suerte de marcador natural que nos sostiene la temperatura, los latidos cardiacos, la respiración, etc. Pero nacemos insuficientes y necesitamos que una serie de funciones sean complementadas por nuestra madre, quien, a lo largo de esos nueve meses de gestación, ha ido activando de manera natural sus propias claves sensitivo-sensoriales, indispensables para una interacción apropiada a las necesidades de su bebé.

Esta condición de encuentro, llamada apego temprano, se basa en la más delicada sincronía entre la madre y el bebé. El vehículo, para que se produzca este particular encuentro, proviene fundamentalmente del bagaje natural de los protagonistas. Es la naturaleza la que sostiene la magia y son las emociones más primitivas las que van marcando el itinerario del encuentro. El mutuo estímulo y la respuesta oportuna van formando el tejido de contacto de la experiencia, a partir de lo cual se construye la esencia del nuevo ser, el registro fundante del sí mismo, que va marcando sus huellas en la memoria implícita.

Cuando nacemos, nuestro cerebro se encuentra en su máximo potencial de desarrollo sináptico y de neuroplasticidad; es un equipo a programar, totalmente dispuesto para ser activado y, por lo tanto, altamente sensible a la experiencia que le toca vivir, en principio en la interacción con la madre. La cantidad de sinapsis alcanza su punto máximo alrededor de los dos años de edad, cuando empieza la poda sináptica, la eliminación de las conexiones no operativas, que no han sido reforzadas o activadas.

El período crítico de desarrollo neural y de máxima neuroplasticidad dura hasta los 3 años, momento en el cual se ha configurado la función reguladora autónoma básica. El potencial de desarrollo dispara en el día a día, hora a hora, minuto a minuto. El estímulo o la falta de éste gravitan de una forma que no se repetirá a futuro. El ideal en estas circunstancias es el de una fusión estimulante, permanentemente renovada.

En el inicio, las necesidades de respuesta sincrónica son absolutas. La sincronía y la simbiosis se sostienen mutuamente, dependiendo vitalmente entre sí. Tal es la vivencia que comparten estos dos marcadores, la madre y el bebé.

Vale la pena recordar que el bebé estimula a la madre tanto como ella a él; y, son sus respuestas sincrónicas las que van dando forma a la organización comunicativo – emocional (y vegetativa) temprana. De manera implícita, a través de esta interacción, se va regulando, también, la intensidad del estímulo-respuesta de la emoción compartida. Un ejemplo de sincronía psicofisiológica nos la muestra un bebé con hambre que cuenta, en el mismo instante, con una madre a la que le empieza a gotear la leche del seno.

Se ha demostrado que, en estos momentos iniciales, la alta sensibilidad sincrónica entre madre y bebé tiene que ver con la conexión predominante entre el cerebro derecho de ambos protagonistas. Es, en particular, la activación sustantiva del sistema límbico la que sostiene este proceso; y, son las emociones las que van marcando el ritmo de la comunicación y el entendimiento, permanentemente enriquecidos por cada reencuentro innovador.

El registro de la experiencia sedimenta en la memoria, cuyo correlato neural estará dado por una configuración sináptica que, paulatinamente, se va complejizando, enriquecida (o empobrecida) con cada nueva experiencia o asociación de experiencias, las que, poco a poco, van conformando el registro integral del sí mismo.

Los inicios de la experiencia sincrónica son el vehículo constitutivo de la organización del sujeto como tal. A futuro, en la vida, la intensidad de la experiencia sincrónica se atenúa, sin desaparecer, encontrando espacios en la experiencia de intimidad o en la apertura hacia nuevas experiencias, en las aventuras del saber y del conocer. En los retos cotidianos de la vida, hay circunstancias particulares en las que se incrementa, como en el enamoramiento o en la experiencia de ser madre (o padre) o… ¡de conectarse con el terapeuta en una experiencia empáticamente creativa!

Un adecuado desarrollo temprano en sincronía supone una garantía de plenitud en el desarrollo emocional, cuya expresión cotidiana es la empatía, la sintonía con el otro, con el entorno. Sin embargo, cabe destacar que la experiencia de sincronía es algo que va más allá. Supone una apertura al cambio, a la renovación. La manifestación de su presencia activa, suele traducirse como sinergia, como un fenómeno en el que se potencian las capacidades de los que coinciden en la sincronía. Fluye una sensación de vitalidad compartida. Es siempre una experiencia que trasciende al individuo, aunque, por cierto, lo incluye.

La configuración del sujeto como tal, como alguien con características singulares, es el producto de la concatenación de experiencias (y de las conexiones sinápticas correspondientes) sostenidas en el tiempo. Es lo que organiza la subjetividad y la diacronía, que no es otra cosa que ese particular modo en que, a lo largo del tiempo, sostenemos una manera de enfrentar los retos adaptativos, de reaccionar ante los estímulos, asumir los mensajes y elaborar iniciativas y respuestas en nuestro intercambio con el entorno.

Si hubo fallas en la sincronicidad inicial, es posible que esta subjetividad diacrónica muestre poca plasticidad en su interrelación con el entorno, con pocas capacidades para la disposición sincrónica, de apertura, en el presente. En estas condiciones, es posible una cierta empatía adaptativa pero sin comprometer la esencia de la subjetividad, la cual se mantiene inalterable, sin posibilidades de cambio.

Lo natural es que, a lo largo de la vida, vayamos cambiando, a la luz de nuevas experiencias. La neuroplasticidad sigue vigente prácticamente hasta el final de nuestra existencia. En ese sentido, la experiencia de sincronía supone apertura a estas nuevas experiencias, con resonancia emocional trófica, con extensiones sinápticas renovables. Las huellas que ingresan desde la experiencia sincrónica (actual) modifican la estructura, el registro de sí; las memorias emocionales se reacomodan y encuentran al menos una posibilidad reguladora alternativa, con repercusiones en el diseño de la fantasía inconsciente.

Volviendo al escenario pre y post natal, a las circunstancias de mayor necesidad de experiencia sincrónica, reexaminemos algunos detalles del porqué resulta tan importante este puntual ajuste relacional en el apego temprano.

Recogiendo investigaciones de diversos autores, Schore llama nuestra atención sobre la simultaneidad de la sincronía emocional con el sistema vegetativo (sistema nervioso autónomo), que incluye fenómenos simpáticos de aceleración y parasimpáticos de desaceleración de las funciones autónomas, como, por ejemplo, el ritmo cardiaco; correlatos de los encuentros reflejos de las expresiones emocionales, como la sonrisa, la mirada o el contacto corporal, señales que, a su vez, emanan del sistema autónomo (“vegetativo”, auto regulado, visceral e inconsciente).

A partir de estos encuentros “autónomos” se va diseñando una suerte de ritmo compartido, creado por ambos, la madre y el infante, producto de la interacción adecuada. Cuando el eje de dicha interacción tiene como punto de partida al bebé, se produce en él una sensación vital de naturaleza positiva, un enriquecimiento disposicional hacia el encuentro con el entorno que contiene al sí mismo, expresado en una armonía funcional, en una vitalidad que habita en el cuerpo.

En tanto el apego consiste en la regulación de la sintonía interactiva, nos dice Schore, el estrés se define como una falla en la sincronía en una secuencia de interacción. El restablecimiento de la sincronía permite el afrontamiento del estrés y la recuperación del equilibrio desde los estados de estimulación negativa. Este oportuno restablecimiento de la sincronía, enriquece la experiencia de regulación y predispone a la resiliencia frente al estrés, a la vigencia de un talante disposicional positivo, una suerte de preservación de las posibilidades de ilusión resolutiva.

En paralelo a las improntas de aprendizaje, que derivan de la sincronía madre-bebé, se produce la maduración del sistema límbico (que permite la regulación socioemocional) y del sistema nervioso autónomo (encargado de los aspectos somáticos de la emoción), los que se encuentran ampliamente interconectados. La configuración del sistema límbico permitirá, paulatinamente, una mejor adaptación y manejo del comportamiento, acorde a las situaciones cambiantes del entorno, de acuerdo a su basamento subjetivo; abriendo, a su vez, posibilidades para una ampliación del aprendizaje adaptativo interaccional, para el manejo del estrés y, simultáneamente, de la respuesta autonómica.

No nos resultará extraño verificar que a las experiencias entronizadas de asincronía en la experiencia de apego temprano les sucedan futuros problemas no sólo en la regulación emocional sino, también, una variada gama disfuncional de trastornos fisiológicos ligados a una inadecuada regulación del sistema nervioso vegetativo (las famosas “distonías neurovegetativas”, diagnóstico frecuente de otras épocas).

Podemos repensar, igualmente, en la trascendencia de estas observaciones en la configuración de los caracteres, relacionados a los “puntos de fijación libidinal” de nuestra tradición psicoanalítica.

Estos aprendizajes y memorias determinan el diseño funcional de los sistemas de regulación, que tienen su central de control en la corteza órbitofrontal derecha, desde donde se intercalan amplias conexiones corticales y subcorticales, que establecen la regulación excitatoria de los estados emocionales. La llamada “red prefrontal límbica anterior”, que incluye al cingulado anterior y a la amígdala, tiene a su cargo la organización de la respuesta “superior” a los estímulos de requerimiento adaptativo. Con ello, ingresan al sistema la posibilidad de opción, de elección discriminada, la calidad de las cuales tendrá relación directa con su “programación implícita”, generada en la experiencia de apego temprano.

De esta manera, se organiza ya sea una “sincronía funcional” o una “asincronía disfuncional”, en medio de las interconexiones sinápticas con el hipotálamo, comprometiendo las extensiones correspondientes a la respuesta autónoma (vegetativa) al estrés.

Hemos mencionado líneas arriba que el estrés significaría la expresión de una asincronía en el estado de apego temprano: una falla momentánea en el sistema regulatorio de los procesos de excitación emocional y del sistema vegetativo, que depende totalmente de la relación con la madre. Si esta circunstancia, en vez de ser momentánea y natural, se hace permanente, repetitiva, y no cuenta con experiencias de contención reparativas, tendremos un escenario de estrés acumulativo, que perturbará el desarrollo de prácticamente todas las funciones, en especial las que atañen a la adaptación social.

Los individuos, atrapados en su experiencia disfuncional, se encuentran en severas dificultades para integrarse en la demanda de pautas de relación, ya que el registro del otro, como tal, está permanentemente distorsionado, al igual que la regulación de la intensidad de sus emociones. Tenemos, entonces, niños hiperactivos o totalmente incapaces de reaccionar adecuadamente ante la agresión de los demás. No saben defenderse adecuadamente o no han logrado entronizar una pauta de auto sostenimiento coherente. Muestran severas dificultades para sintonizar con el mensaje del otro.

Su cerebro emocional se ha configurado, quizás para siempre, sobre bases funcionales desreguladas, con las que, a futuro, tendrán que hacerse a la vida. Quizás todo marche “bien”, mientras puedan implementar sus miedos en crear una imagen de sí mismos que los proteja de la catástrofe siempre pendiente, del derrumbe aquel del que nos hablaba Winnicott. Lamentablemente, quedan expuestos, desde las vísceras, a diversas disfunciones tanto como a colapsos emocionales a la hora de intentar el acceso a una intimidad de pareja o tener hijos.

Estas fallas tempranas en el apego los predisponen a que las eventuales experiencias traumáticas calen más hondo en su estructura o, digamos, a que profundicen más lo que hasta entonces era subyacente o no aparente.

Estos hallazgos y desarrollos han derivado en que, cada vez más, el proceso terapéutico sea entendido desde la necesidad del paciente de tener una experiencia vincular en la que logre restañar los vacíos interactivos tempranos, que derivaron en una inseguridad básica, que hicieron de su vida una historia de terror o de las mil formas en que lograron contrarrestarlo. Esa dificultad permanece vigente para la experiencia de sincronía, para la apertura a la renovación personal en la vida.

Y, es más, debido a que tienen una alta sensibilidad especializada en detectar las fallas -más que en encontrar los puntos de articulación, de contacto-, la desconfianza los torna especialmente sensibles y necesitan mucho tiempo y miles de pruebas, a las que nos someterán, antes de abrirnos ese interior anhelante y temeroso; siempre ávidos de una presencia interactiva confiable, que los ayude a ordenarse, a ser ellos mismos, sin sentirse una carga para el otro; y, más aún, que les permita percibir que somos, también, con ellos.

Es lo que podemos esperar que se produzca en una experiencia terapéutica que apueste a la cercanía emocional interactiva, intermediada por la apertura asociativa, que no sería otra cosa que una comunicación de inconsciente a inconsciente, entendida, ahora, como una interconexión predominante de los hemisferios derechos. Esa comunicación “desde el alma”, donde no hay nada que ocultar. Más que la palabra, importa la actitud, la emoción, la búsqueda de la sincronía tonal que permita, luego, la organización y procesamiento del entendimiento en términos de una “mentalización”.

En esta línea de trabajo, el enriquecimiento de la alianza terapéutica se hace cada vez más importante, la sedimentación de una cercanía confiable, sensible, la construcción de un “nosotros” terapéutico conduciendo en el presente la aventura de explorar con tolerancia y contención los miedos e incertidumbres que detuvieron la experiencia de fluir en la vida.

En tanto así, la experiencia terapéutica es, fundamentalmente, una experiencia de regulación emocional en el presente. La intermediación reguladora del terapeuta resulta central para los efectos de un consistente manejo de lo que en su momento llamó la atención de Freud, en el sentido de lograr un adecuado uso de la angustia, como señal. Entendemos ahora que, en un sentido amplio, se trata de dar respuestas adecuadas a los mensajes emergentes tanto del mundo interior, propioceptivo, como a las percepciones y estímulos provenientes de la realidad, del vínculo con los demás.

Este objetivo terapéutico, de regular el manejo de las emociones y, en particular, de la angustia, resultará de la relación emocional interactiva del paciente con su terapeuta, de la integración coherente de los mensajes autónomos y tonales producto de la particular relación que logren establecer. Los potenciales de neuroplasticidad participan en la reestructuración de los nexos funcionales. Así, hemos llegado de una manera literal a comprender la gesta de lo que llamamos el “cambio estructural” en nuestra usanza psicoanalítica. Esta funcionalidad reguladora arraiga en estructuras cerebrales del hemisferio derecho, en el sistema límbico, allí donde se reinscriben lazos sinápticos, aportando a las posibilidades de estabilizar los logros obtenidos en la terapia, en favor de una subjetividad con resonancias sincrónicas y flexibles.

Bibliografía
Ansermet, François… Magistretti, Pierre… A cada cual su cerebro. Plasticidad neuronal e inconsciente. Buenos Aires, Katz Editores, 2008.
Schore, Allan… La desregulación del cerebro derecho: un mecanismo fundamental del apego traumático y de la psicopatogénesis del desorden de estrés postraumático. Artículo publicado en internet (en inglés).
LeDoux, Joseph… El cerebro emocional. Buenos Aires, Editorial Ariel, 1999.
Winnicott, Donald W.... Realidad y Juego. Barcelona, Editorial Gedisa, 1982.

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