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2009/10/10 Neuropsicoanálisis del Psiquesoma

Revista “Temática Psicológica”.  Lima, Universidad Femenina del Sagrado Corazón, Octubre 2009

El título de la nota, si bien pudiera ser adecuado para este pequeño artículo, en realidad ironiza respecto a una ecuación imposible: la separación neurociencias-psicoanálisis, que -quizás exagero- es comparable con la del psique-soma. La separación cerebro-mente, mente-cuerpo, resulta cada vez más insostenible. Pese a cíclicas tendencias, siempre nos encontraremos con naturales puntos de confluencia neuropsicobiológica, en la que el soma encuentra expresión como psique, allí donde se entrecruza el concepto de pulsión con el de emociones, necesidades y, ulteriormente, deseos. Ni qué decir de cuando el soma nos transmite el cifrado mensaje de psique, en esas idas y vueltas desde el lenguaje más primitivo y somático al más elaborado y cortical.

Se trata, entonces, de una unidad funcional, con un lenguaje diverso, verbal y no verbal, del que el ser humano dispone y sin el cual le resulta poco menos que imposible la sobrevivencia.

Desde el debut en la vida, es indispensable entrar en comunicación con alguien del entorno “que conozca las claves”. Somos seres sociales. Nuestro patrón genético nos provee de una serie de recursos expresivos que nos permiten comunicar nuestros diferentes estados emocionales y necesidades. Son un conglomerado de sensaciones, gestos y movimientos, que, desde el inicio, muestran su naturaleza de unidad psicosomática en busca de organización en la comunicación con el entorno.

Comunicación, vínculo, psiquismo incipiente… son inicialmente cargas de energía que fluyen desde lo más profundo del soma, desde el momento mismo de nacer, con el primer llanto, con el primer contacto físico, con la primera mirada; con ellos entra en funciones el dinamismo relacional consigo mismo y con el entorno; punto de vista en el que coinciden psicoanálisis y neurociencia.

Durante años, el psicoanálisis ha basado la comprensión del funcionamiento de la psique en teorías relacionadas con el instinto -expresado como pulsión- poniéndolas en el lugar de motor de la organización del aparato psíquico y del comportamiento. Los instintos sexuales, de autoconservación y, posteriormente, unos no tan precisos instintos de muerte, serían la fuente, la esencia, el origen de los conflictos básicos, a los que contribuirían las formas e interacciones que la cultura, a través de la familia, ingresa en el psiquismo del infante, marcando, así, los senderos de su devenir en la vida. Es la cuota biológica, genética, de nuestra constitución como sujetos.

Y Freud erige el psicoanálisis desde allí, desde su formación como médico, como excelente fisiólogo y acucioso neurólogo clínico, desde la consideración de cargas somáticas que devienen en un psiquismo que se va organizando en el complejo entramado neural. Su trabajo “Proyecto de una Psicología para Neurólogos” muestra, con una genialidad impecable, el recorrido de la organización neurofisiológica de la mente, adelantándose cien años a lo que ahora nos presenta la moderna neurociencia. Pronosticando, inclusive, el descubrimiento de los neurotransmisores y la futura importancia de la neuroquímica en el diagnóstico del comportamiento.

Los conocimientos y recursos de la época convirtieron al Freud del “Proyecto de una psicología para neurólogos” en el primer neuropsicoanalista, con una tesis neurofisiológica sostenida esencialmente por su increíble capacidad deductiva. En éste nos habla del “psi núcleo”, del “psi pallium” y del movimiento de cargas que interconectan corteza y cerebro basal; encontramos ya referencias a la “huella mnémica”, que ahora podemos emparentar con la memoria implícita, y una serie de fenómenos propios de la fisiología neural.

Es recién en los años noventa, con el boom de las neurociencias, que el psicoanálisis vuelve nuevamente la mirada hacia la neurofisiología… al punto de existir una entusiasta corriente de colegas que propugna el “neuropsicoanálisis” como una propuesta integrativa. Aunque este proceso aún se muestra incipiente, ha permitido juntarse a dialogar a tendencias y corrientes aparentemente inconciliables hasta entonces: psicoanálisis y neurociencias.

Vale la pena recordar que la tensión entre estas corrientes al interior de la psiquiatría cobró su punto de crisis a mediados de los años setenta, cuando se acordó por votación (en la Asociación Americana de Psiquiatría) “dar de baja” a la teoría freudiana de los sueños, a partir de unos trabajos de Hobson y McCarley en los que demostraban que los fenómenos REM (por entonces equivalentes del sueño) se producían a partir del tallo cerebral, por lo que no cabría una teoría mental de los sueños. Esto, por extensión, representaba un rechazo a las teorías psicoanalíticas o, por lo menos, a su pretensión científica.

Esta tesis fue posteriormente rebatida; pero, aún así, las dificultades para la investigación en psicoanálisis versus los crecientes recursos para la investigación en las neurociencias, fueron generando la convicción de que los problemas de la mente tenían un carácter predominantemente fisiológico.

El mayor conocimiento sobre los neurotransmisores, abrió pronto posibilidades inéditas en la regulación del afecto, del pensamiento y del comportamiento, mediante el uso de psicofármacos. Los nuevos fármacos parecían poseer el poder de resolverlo todo. Por entonces, se miraba por sobre el hombro al psicoanálisis; y, no faltaron detractores que declararon su obsolescencia.

Es bueno mencionar que, hasta entonces, por lo menos en Norteamérica (y en buena parte del mundo), el psicoanálisis era la corriente predominante en la formación psiquiátrica. Desde esta posición, había muchos que repudiaban la idea de tratar al paciente con fármacos. Hasta la psicosis “tenía que expresarse”, resolviéndose rigurosamente con la metodología analítica aplicada.

Por su lado, el psicoanálisis se veía en una necesidad creciente de revisar sus basamentos teóricos y técnicos. La sensación de dogma flotaba como nata espesa sobre una serie de pugnas entre diferentes escuelas que se disputaban la pureza de la interpretación de la mente. La representatividad del legado freudiano era enarbolada, en algunos casos, con carácter de fetichismo, no haciendo fácil la integración de las nuevas propuestas, en particular las vinculadas al proceso de la cura. La psicoterapia psicoanalítica planteaba retos que al psicoanálisis tradicional le había costado décadas digerir, en especial en lo que respecta a estrategias alternativas.

Empezaron a surgir, entonces, investigaciones sobre los efectos terapéuticos. Entre éstas, resalta el estudio de la Clínica Menninger, que Wallerstein publica en 1988. En este trabajo, hace el seguimiento de 45 pacientes durante los 30 años posteriores a su tratamiento con técnicas psicoanalíticas clásicas y con métodos propios de la psicoterapia de apoyo. Se trataba de verificar si es que se producían cambios “estructurales” en los analizados de manera ortodoxa. Para sorpresa de todos, el hallazgo determinó que se produjeron cambios estructurales (entiéndase: cambios estables en el tiempo) en ambos grupos de pacientes; o sea que era posible lograr cambios estructurales con terapias de apoyo y, por extensión, con métodos de psicoterapia analítica no ortodoxa.

Forma sana de relativizar una suerte de idealización de la técnica analítica (con la que, por cierto, también se producen mejoras en un gran porcentaje de pacientes, pertinentemente abordados desde esta perspectiva). Constatación que ha ido paulatinamente permitiendo una “oficialidad”, un reconocimiento de las formas de la psicoterapia psicoanalítica al interior de la institución matriz del psicoanálisis.

Todo este clima de cambios, descubrimientos, investigaciones y bastante de “insight”, ha favorecido una creciente apertura e intentos de integración, en principio, entre escuelas al interior del psicoanálisis, pero, también, con las neurociencias, con la etología, con el uso de métodos nuevos para la visualización del cerebro y su fisiología, mediante la resonancia magnética o el PET, entre otros.

Como dijimos anteriormente, una de las consecuencias de este fenómeno ha sido el desarrollo de la corriente del “neuropsicoanálisis”, sobre lo que desarrollaremos algunos conceptos, a manera de ilustración.


Las memorias de Eric Kandel

Personaje memorioso, Eric Kandel siempre nos regala anécdotas de su vida en muchos de sus escritos. Una de éstas es que, siendo psiquiatra en formación, prefirió la especialización en neurobiología, dejando de lado una manifiesta y precoz vocación psicoanalítica.

Comenta “…en 1960, cuando empecé la residencia en el Massachusetts Mental Health Center… Mientras investigaba, me sorprendió que nuestros compañeros de residencia, un grupo muy agradable e inteligente, estuvieran divididos en relación con una cuestión básica: el grado en que aceptábamos la visión psicoanalítica de la mente vigente en la época…” .

A Kandel finalmente lo atrajo mucho más la investigación en neurobiología, para comprender el funcionamiento de la mente humana, y, así, se orientó a desentrañar sus bases biológicas. Escogió la memoria y el aprendizaje como objetos de estudio; y, lo hizo tan bien, que mereció el premio Nobel en el 2001.

Después de años de experimentar con el caracol marino “Aplysia Californica” concluyó que, si bien los procesos de desarrollo y aprendizaje determinan las conexiones entre las neuronas, los nuevos aprendizajes alteran la eficacia de las vías preexistentes. La observación de estas modificaciones, que ingresan en la concepción de la neuroplasticidad, lo llevan a concluir: “Me atrevería a decir… que si sólo las palabras producen cambios en el cerebro de los interlocutores, la intervención psicoterapéutica producirá cambios en la mente de los pacientes”. “Desde este punto de vista, los enfoques biológico y psicológico coinciden” .

En otro pasaje de sus escritos, Kandel encuentra que el punto en común en el interés de la neurobiología y el psicoanálisis es el campo del inconsciente, aquello que transcurre más allá de la consciencia, sostenido en su expresión por la organización más primaria de la memoria, aquella que, viniendo desde la filogenia, anida en las experiencias sensitivas, emocionales y motoras, que constituyen la llamada “memoria implícita”, aquella que no es recordada, pero que se expresa en nuestra manera de reaccionar a los estímulos de la vida y que autores psicoanalíticos como Christopher Bollas han señalado como “lo sabido no pensado” .

En el psicoanálisis, el objetivo tradicional de la cura apuntaba de manera específica hacia lo que se llegó a denominar “el inconsciente Freudiano”. Se trataba de acceder a las “memorias reprimidas”, recuerdos alienados de la conciencia mediante la represión. El conflicto es el motor de que tal fenómeno ocurra. La tarea del psicoanalista, en tanto así, es contribuir a “levantar la represión” y resolver el conflicto que motivó la condena de los recuerdos “olvidados”. Estos son recuerdos de vivencias que, alguna vez, alcanzaron la cualidad de consciencia.

La noción de “memoria implícita” ha venido a enriquecer la comprensión de lo que cada vez más se va configurando en psicoanálisis como las consecuencias de las fallas ambientales tempranas o eventos traumáticos que, en general, constituyen las llamadas “patologías de déficit” o “patologías de carencia” . Este tema ha sido abordado con criterio amplio (que incluye el basamento biológico y etológico) por la teoría del apego. En éstas patologías, el patrón de la cura gira mucho más alrededor de la experiencia vincular derivada hacia una reedición corregida de la falla básica (amparándose en el criterio de la neuroplasticidad).


Genética y epigenética

También, desde el terreno de las neurociencias, se ha recorrido un camino que, partiendo del énfasis en la importancia de la determinación genética del comportamiento, ha ido rescatando el valor de la influencia de los estímulos del entorno, especialmente en las experiencias tempranas del aprendizaje vincular. La determinación genética, pasaría, así, a ocupar un lugar importante, mas no determinante, en la configuración de la mente.

Como es de suponer, el rescate de esta valoración, aproxima ineludiblemente a las neurociencias y al psicoanálisis.

La noción del vínculo madre-bebé está siendo considerada ahora como parte de la configuración del mapa funcional de las capacidades potenciales del bebé, en particular en lo que atañe a sus posibilidades futuras para la relación empática. La neuroplasticidad en estos momentos iniciales es máxima y los circuitos neurales adquieren su capacidad de regulación desde la experiencia vivenciada en la relación temprana con la madre. Visto así, más que un aprendizaje, vendría a ser un diseño de la conducta basal. La configuración cerebral resultante, como es de suponer, puede ser funcional o disfuncional, para los fines de las futuras necesidades adaptativas del bebé.

El apego adecuado de la madre predispone positivamente a una conducta adaptativa segura y resolutiva. Es lo que se conoce como “el apego seguro”. En estos casos, las emociones y los afectos tendrán la posibilidad de equilibrio y adecuación que es indispensable para la salud mental. Diferentes estudios y observaciones vienen confluyendo de manera creciente en la conclusión de que la regulación de los afectos es el factor más importante en la determinación de la salud mental.

Emociones y construcción del psiquismo.

Retomando el tema de las emociones, vemos que los afectos y su relación con la comunicación, en origen, tienen la misión biológica de preservar tanto la sobrevivencia del individuo como la de su especie. En tanto así, tienen que ver, en principio, con la cobertura de sus necesidades elementales: comer, beber, protegerse de las inclemencias climáticas así como de los depredadores. Cada circunstancia vital tiene a las emociones como vehículo expresivo de lo que está ocurriendo al interior del organismo humano (y de los mamíferos en general).

Solms describe las emociones como una modalidad sensorial, un “sexto sentido”, que aporta información sobre el estado del yo corporal. Vienen a ser lo que nos permite organizar el sentido subjetivo del ser, en contraste con el estado del mundo externo. Es lo que percibimos del mundo desde nuestra exclusiva singularidad. Nadie puede sentir lo que nosotros, menos aún, por nosotros (salvo quizás en los momentos más primarios de la comunicación materno infantil).

Hay una coincidencia total entre las estructuras cerebrales de la emoción y las que regulan los estados viscerales. Dentro de estas estructuras, Solms destaca la sustancia gris periacueductal, lugar en donde se genera el registro basal de agrado-desagrado que, como sabemos, tiene una importante relación con el principio de placer-displacer en las nociones psicoanalíticas. De una manera compleja, estos centros generan un sistema de control del mundo interno, una suerte de mapeo de la funcionalidad corporal.

La unidad funcional de los mapeos corporales se relaciona con los sistemas de placer-displacer, generando movimientos primitivos de cercanía-rechazo, evitación. Esta complejidad integradora deviene en que las emociones sean algo más que el equivalente de una percepción simple. Las experimentamos y las expresamos, gestión que incluye una descarga motriz que está acompañada de variaciones en la frecuencia cardiaca, liberación de hormonas, cambios en la respiración, etc.

Junto a estas expresiones de descarga motriz, están otras, dirigidas hacia el mundo externo. Las más saltantes son las expresiones faciales, que se acompañan de descargas de llanto, risa, sonrojos, gritos, agitación, etc. Se pueden dar hechos más complejos, como huir y esconderse.

Existen una serie de emociones que se conocen como “básicas”, que son comunes a todo el mundo y que constituyen el sedimento evolutivo de las necesidades de supervivencia, es decir, tienen un basamento biológico.


Sistemas de comando emocional

Jaak Panksepp propuso , en 1998, la existencia de cuatro comandos de emociones básicas: 1) el sistema de búsqueda, 2) el de ira, 3) el de miedo y 4) el de pánico. Los tres últimos estarían relacionados con emociones “negativas”.

El sistema de búsqueda está ligado a la disposición de interés por el entorno. Conlleva actividades de curiosidad, aventura, exploración, etc. Cuando el talante con que enfrentamos la situación nueva va acompañado de una actitud de confianza básica, ligada al anhelo y a la búsqueda, ésta se organiza sobre la base de experiencias positivas previas, que han aportado una cualidad placentera a nuestra expectativa. La intensificación de las cargas de excitación (sexual, de hambre, de sed) tenderá a activar el sistema de búsqueda.

Las células del sistema de búsqueda están localizadas en el área tegmental ventral y su neurotransmisor de comando es la dopamina. Solms relaciona esta actividad con la terminología freudiana de “pulsión” . Desde la neurociencia, el hipotálamo tiene un lugar central en la regulación de las apetencias, inhibiendo o favoreciendo el estímulo en función de generar la sensación de necesidad, la que mueve a la activación del mecanismo de búsqueda. Esta activación es posible por evocación o estímulo perceptivo.

La activación del sistema de búsqueda se complementa con la conexión a los sistemas de memoria que contribuyen a configurar el deseo, en base a experiencias pasadas de gratificación con el objeto elegido. En este punto, funciona un subsistema de placer o recompensa que determina el aplacamiento de los apetitos en favor de comportamientos consumatorios, que son específicos a cada necesidad.

La región septal y los núcleos hipotalámicos serían los generadores de la sensación de placer; cuando se estimula éstas áreas, se provoca sensaciones orgásmicas. En este nivel, el neuromodulador es la endorfina.

En la psicopatología, encontraremos la estimulación de los sistemas de búsqueda y placer consumatorio, por ejemplo, en aquellos consumidores de drogas, como la cocaína, que estimulan el sistema de búsqueda de manera artificial. Estos adictos lamentablemente logran, con el tiempo, agotar el sistema de búsqueda y quedan atrapados en la necesidad ficticia de un placer más ficticio aún.

El desarrollo saludable y fisiológico del sistema de búsqueda tiene una evolución que parte de las necesidades primitivas del bebé y que ha encontrado respuestas adecuadas de satisfacción de parte de su entorno. Esto configura una experiencia de aprendizaje que, poco a poco, va dando lugar a la discriminación de sus objetos de satisfacción apropiados. Se va estableciendo una creciente posibilidad de elección, desde un desarrollo cognitivo amplio, en la medida en que la organización va enriqueciéndose por la experiencia en la vida, no siendo ajena a reformulaciones optativas en sus retos adaptativos y exploratorios.

El sistema de ira se activa a partir de la frustración, cuando se producen fallas en el encuentro con el objeto de la necesidad. El término usado en realidad es “rabia-ira” . Existe un deslinde necesario para discriminar una agresión “caliente” (ira), asociada a la frustración de la que hablamos y otra que los neurobiólogos llaman “fría”, que tiene que ver con la actividad placentera del ejercicio de la agresión, como ocurre en la psicopatía.

Este sistema activa comportamientos tendientes a la lucha-ataque con actitudes y gestos que le son propios (rictus facial característico) y modificaciones viscerales y músculo esqueléticas que predisponen para la acción violenta. El núcleo medial de la amígdala tiene un rol primordial en el disparo de la reacción de ira. Hay personas con una mayor sensibilidad en este nivel que se muestran por lo general irritables o tienden a respuestas agresivas. Es posible que estén expuestas a frustraciones constantes o exceso de estímulos que no pueden integrar o resolver. La agresividad tiene relación con múltiples factores hormonales y con los neurotransmisores propios del sistema. De hecho, tiene lugar un desbalance en la regulación serotoninérgica.

El sistema del miedo está ligado a la experiencia de ansiedad y a la tendencia hacia la huida. Es en los núcleos laterales y centrales de la amígdala en donde se activan este tipo de respuestas. Pasando por el hipotálamo, terminan en la sustancia gris periacueductal, lugar en el que se produce “la percepción” de estas emociones, gatillándose la respuesta motora que involucra un complejo visceral adecuado para resolver la situación mediante la huida. Este patrón de emociones básicas se termina de configurar en la experiencia temprana de relación con el mundo externo, en particular en el vínculo con la madre.

En casos de lesión bilateral de las amígdalas, entre otras cosas, se ha observado que los pacientes muestran una ausencia total de emociones agresivas o de miedo, llegando al punto de no poder reproducir los gestos propios de estas emociones.

El sistema de pánico está directamente asociado con situaciones de desamparo, separación y tristeza. El núcleo central de este sistema es el giro cingulado anterior, en conexión con el hipotálamo y otros núcleos que, a su vez, tienen alguna relación con el comportamiento sexual. Se conectan con la SGPA, como los demás sistemas básicos. Se relaciona esta actividad con la movilización de neurohormonas, como la prolactina y la oxitocina, además de los opioides endógenos. Esta actividad está relacionada con consecuencias motoras que recorren la huella de la búsqueda hasta encontrar sentimientos de angustia y posterior retraimiento.

Cuando se produce la separación del objeto protector se desencadena el pánico y, en este estado, se reduce la actividad de los opiáceos. Todo ello redunda en que la situación se convierta literalmente en dolorosa.

En la contraparte, en el objeto protector -la madre- se da la influencia de la oxitocina y la prolactina. Estas condicionan el comportamiento maternal. Es interesante señalar que estos mismos elementos químicos participan en la activación del comportamiento sexual, lo cual nos aproxima, de alguna manera, a las consecuencias libidinales de la gratificación temprana.

Para terminar, quisiera remarcar que la resolución psicoterapéutica de los problemas de nuestros pacientes en psicoterapia psicoanalítica pasa por una movilización mutua, determinada por la calidad del vínculo que logren terapeuta y paciente. Esta es la conclusión que uno encuentra en la mayoría de las investigaciones, de los últimos 20 años, acerca del proceso psicoterapéutico.

En otras palabras, la comunicación desde el nivel límbico, que ocurre en los fenómenos de transferencia-contratransferencia transita en claves emocionales que activan los cambios estructurales. Esto se ve favorecido por la neuroplasticidad, dado el potencial siempre vigente de generar nuevas redes sinápticas o de simplemente reactivarlas.



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